Tenía ganas de encontrarme con el otoño. Me he
acercado a Aranjuez. El otoño aún no ha llegado. Andará perdido por los caminos
o sabe Dios por dónde, pero el otoño, este año, aún no se ha aposentado en su
sitio natural, o sea en Aranjuez.
Llegué a eso del medio día. Dejé el coche aparcado
bajo los plátanos. El cielo estaba gris; corría una brisa ligera. Arrastraba
algunas hojas de las acacias que se habían bajado hasta el suelo. Me senté en
una terraza frente al palacio. Me llaman Inés y Juan. Hablamos un rato; el rato
que se puede hablar por un teléfono.
No sonaba el punteo de guitarra de Narciso Yepes ni
el juego de violines en el adagio del
Concierto del Maestro Rodrigo; no sonaba, tampoco, la música de los Pekenikes
en aquel memorable “Frente a Palacio”.
Tampoco sonaba la sinfonía que un día escuchaba
Azorín: el silbido lejano de un tren que se perdía en los campos. Ahora, los
trenes ya no silban. Van veloces y silenciosos. Desde las alamedas de Aranjuez
no se oyen los trenes que llegan a su estación… Esta tarde sonaba una sinfonía diferente. Era la
sinfonía del viento que acariciaba las copas de los árboles.
Me echo a andar. Sorteo a la gente. Había mucha
gente. Iban, venían. Eternizaban (¿) el momento en las digitales. Poses
estudiadas; conversaciones en otras lenguas; voces de niños. Personas de otros
de sitios que se acercan a Aranjuez atraídas como por imanes interiores.
El Tajo se aleja. Rodea la tapia de los jardines del
Palacio. Hay un rumor de agua en las chorrera de la presa; graznan los gansos;
sobre las fuentes recae el agua de sus surtidores; cruza el cielo el ruido
sordo de una avión que viaja a mucha altura. Por la carretera, al otro lado del
río, pasan raudos los coches…
No tienen flores los magnolios. Dos gatos duermen la
siesta a la sombra de los pompones de dalias que rodean la fuente de Ceres. Uno
es un gato romano; el otro, de pelo gris y blanco. La placidez con que duermen
me lo corrobora: todavía no ha llegado el otoño.
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