El río, aguas arriba de la nerisca de Lería, se remansa. Es
un espejo a veces roto porque brotan burbujas como globos explotados que forman
los peces cuando respiran muy cerca de la superficie y por los impulsos de los
zapateros que reman contracorriente.
El río era, por allí, algo mítico y profundo. Estaba lleno
de un encanto especial; lo bordeaba un cañaveral espeso e impenetrable.
Vestidas las orillas por la vegetación formaban una galería que daba más
misterio a los sueños de aventuras de los niños y, a donde, nunca llegaban las personas mayores.
Aquel día los niños decidieron hacer una cabaña. En la
alameda del arroyo del Sabinal cortaron varios horcones de sauces y algunas
ramas de álamos negros; se agenciaron
unos tablones, que la riada del último otoño se había llevado del corral, donde
‘el Boticario’, encerraba las cabras y cortaron yerbas y juncos.
Se aviaron de tomizas, trozos de sogas inservibles que
estaban arrumbadas en el cascarero del abuelo; clavos, puntillas, un martillo
de carpintero, unas tenazas grandes, el
hacha con que Frasquito Martos cortaba la leña para la chimenea en invierno, y
que siempre la tenía junto a la hacina, como olvidada…
Los niños hicieron la cabaña. Era la mejor cabaña. Todo era
misterio y sueños. No transitaba nadie; no pasaba nadie. Se escuchaba el canto
de los mirlos; de otros pajarillos de ribera. En las horas de la siesta de las
huertas venía el zureo de las tórtolas.
Una tarde, al caer el sol, pasó un hombre que iba a pescar.
Llevaba una caña de bambú, larga y fina, un hilo casi invisible con un corcho
coloreado por la mitad y, en la punta, el anzuelo. El hombre llevaba, también,
un cestillo de mimbre colgado a la cintura pero ni los niños prestaron la menor
atención al hombre ni el hombre miró a los niños.
Cuando pasaron las calores los niños volvieron a la escuela.
Dejaron la cabaña. Los granados se despojaban de un ropaje de oro viejo. Caían,
lentamente, las hojas; alfombraban el
suelo. Cuando llegó el otro verano, los niños volvieron al río. De la cabaña…
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