El avión de Iberia sobrevolaba el desierto del Sahara. Hacía
la ruta Madrid-Johannesburgo. Desde la
ventanilla lo que se veía abajo todo era inmenso. Era la soledad de una tierra
muy igual y muy extensa. Tardó un rato en ‘pasar’ todo aquello. Entraba la luz,
demasiada luz, por la ventanilla.
Ahora, un avión pequeño de una compañía española con
sede en las Baleares ha caído por culpa de las malas condiciones atmosféricas,
al parecer, en la orilla de la arena del Sahara, en el Sahel, donde acaba la inmensidad del desierto.
Las televisiones en
sus informativos dicen que ha sido un mes catastrófico para la navegación
aérea. Malo, ha sido malo, demasiado malo julio. Al disparate de Ucrania siguió
un accidente en Taiwán y el de Mali se une ahora, ahora. Como es norma de la
casa, en estas ocasiones, ‘sin supervivientes’.
Sólo ha tenido como positivo: hemos tirado de los mapas para
saber dónde quedan Ucrania y Taiwán y para recordar donde está aquel país que
conocíamos como el Alto Volta que ya no se llama así sino Burkina Faso, o dónde
el río Níger o el Volta – que le daba el nombre - y que ha perdido los calificativos de ‘blanco’, ‘negro’ o ‘rojo’ por el color de sus aguas.
El avión hacía una ruta entre Argel y Uagadugú la capital
del Burkina Faso (‘patria de hombres honrados’ según la etimología). Me viene a la mente la vena irónica: “dime de lo que
presumes…” El país es uno de los más pobres del mundo.
A lo que iba. Han encontrado los restos en Mali. Dicen que
la culpa es de una tormenta de arena y polvo. Las condiciones meteorológicas
pésimas hicieron que los pilotos desviasen la ruta para salvarla. ¡Vaya usted a
saber!
Un puñado de personas
han ido a terminar donde la miseria es tan abundante como las estrellas en las
noches del desierto, como el polvo que no deja ver un palmo más allá de los
ojos y empobrece hasta la ruina a la tierra y a los hombres.
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