Son, generalmente,
blancos. Los hay, también, amarillos o blancos ribeteados en rojo casi
difuminado. Con los jazmines pasa como con las cosas excelsas: se saben que
están ahí. Son difíciles de explicar pero son muy bellas. Y, entonces, para
terminar de arreglarlo, se arrebujan en un puñado y forma eso que se llama
biznaga.
Es la flor que no es flor. Es decir, algo distinto. Algo tan
nuestro que los que vienen de fuera se preguntan y “¿esto qué es?” o “¿dónde se
cría?”. Uno, a veces, trata de explicarlo como buenamente puede. No se
consigue. Pero está convencido que si hay una flor que identifique a Málaga es
la biznaga.
Cuando llega la tarde a esa hora en que el sol decide que
mañana será otro día abren los jazmines. Son pespuntes blancos de amor escapados
por los muros, por las tapias, por los bordes de los jardines. Los jazmines son
suspiros del alma que es pura; ilusiones que se quedaron por la mitad del
camino antes de hacer realidad el sueño de la noche.
Se ensartan sobre las puntas afiladas de lo que fue un eneldo
en el campo, pero que no pincha. Forman una bola uniforme de color y olor. Ha
nacido la biznaga que, además, juega con la ventaja del perfume. Es única. No
se sabe porqué pero tienen algo tan delicado que las hace distintas,
diferentes…
Cuando era muchacho, mi madre, cada atardecer, ensartaba un
ramo de jazmines. Yo siempre conocí a mi madre vestida de negro. Se lo ponía en
el canalillo de pecho. No era una biznaga como las que se ponen en el pelo. No;
yo, nunca supe si mi madre olía a
jazmines o los jazmines olían a madre.
Antes, cuando el tiempo tenía vergüenza nevaba en invierno y
no como ahora que lo hace cuando le da la gana. El tiempo tenía un contrapunto de
nevada en verano: las biznagas, copos de sensualidad y poesía, carta de
presentación de un cielo estrellado que bajaba como de la mano de Juan Ramón
para que se deleitase Platero. Biznagas, ¡por Dios!, muchas biznagas.
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