Castilla se muere a chorros. Los pueblos como
barcos varados en el mar de la estepa acumulan historia con creces, con
avaricia, con abundancia. Son pueblos mimetizados en un paisaje de enormes
cielos. Una empacadora peina los rastrojos.
La historia se
mantiene en pie porque quedan templos románicos, casas de adobes con balcones
de rejas desvencijadas y herrumbrosas,
blasones en las fachadas que hablan de un tiempo que fue y ya no es y
puertas cerradas desde hace años.
No hay niños
en sus calles. Castilla se muere. Los pueblos están despoblados. Dice Barbetio
que en Triana “un chiquillo se siente torero frente al espejo”. Me pregunto: ¿los
niños de estas tierras adónde llevarán sus sueños?
Sepúlveda
es belleza en el pimpollo del páramo. La
rodea el Duratón. Las choperas enhiestas, frondosas y cantarinas delatan los
vericuetos y ríos de aguas claras. Pero, Sepúlveda que vive del turismo - y del
cordero - apenas tiene problemas de aparcamiento. Y eso, en los tiempos que
corren dice mucho.
A Fuentidueña
la expoliaron los ‘dólares’ y una discutida ley franquista que daba de lo que
había a cambio de restaurar algo de lo que quedaba. Fuentidueña tiene casi más
monumentos que habitantes. Una señora me enseña la iglesia de San Miguel. La
iglesia es una joya. Puede ser el románico más puro de toda Segovia. De aquí se llevaron a Nueva York, piedra a
piedra, una iglesia gemela: la de San Martín. Me lo dice la señora. Sí señora,
le digo, yo la he visto en el Metropolitan…
Me informa y, ahora, cuando salgan a la
carretera tuerzan a la derecha y vayan a Sacramenia. Allí se casó Lequio.
Señora, Lequio, como que me da lo mismo, ¿sabe? Allí voy a buscar otras cosas… El
tiempo se paró por Cantalejo. El nomenclator del callejero lo canta desde la
distancia. Me quedo con sensación de
desasosiego. Por la carretera torcaces, urracas, grajos…
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