Los tordos acuden a
las higueras antes que apunten los primeros rayos del sol cada mañana. Están
maduros los higos tempranos. Son su desayuno de hoy. ¿Mañana? Mañana Dios dirá…
Mirad cómo los pájaros del campo, dijo un día Jesús, no siembran ni labran y
vuestro Padre Celestial los alimenta… Pues eso.
Los tordos, los mirlos, los gorriones y otros pajarillos sin
nombre acuden en busca de su alimento. Son los dueños de la higuera. Los higos
están ahítos de almíbar y chorrean gotas de miel. Dulces, sensuales, apetitosos
vienen en medio del verano a pregonar que son algo más que frutas. Son
infrutescencias.
¡Qué nombre más complicado para algo sabroso! Acuden también
multitud de abejas, tabarros e insectos golosos. Miguel Hernández que sabía
mucho del campo le recordó, en su Elegía
a su amigo Ramón Sitjé: “Volverás
a mi huerto y a mi higuera / por los
altos andamios de las flores / pajareará tu alma colmenera”.
Por San Juan de junio pasaron las
brevas. Vino el verano con toda la fuerza de un horno abierto para decir que
aquí estoy yo, de Virgen a Virgen, o sea del Carmen a la Asunción y junto con
las higueras en sazón aparecieron los racimos pendientes entre pámpanos en los
sarmientos de la parra.
Cuando éramos niños y subíamos hambrientos
de los baños vespertinos en el río, las higueras eran estación de penitencia
obligada y reverencial. Siempre, o casi siempre, había un guarda oportuno que
vigilaba… Ni el guarda ni los niños sabían que Sócrates enseñó filosofía debajo
de una higuera.
El campo tenía menos vallas de alambres
y los niños más temor a los guardas, entonces; los frutales - veredas de tunos
– saciaban estómagos que pedían llenarse y, las higueras entraban dentro del
calendario de visita.
Ahora cuando julio llega a su final las
higueras tempranas tienen los pimpollos chorreando néctar y los pájaros que son
los únicos que pueden llegar a esa altura pregonan a quiénes quieran escucharlo
que esa, precisamente esa cosecha, es suya.
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