El muchacho apocado y serio no levantaba la vista del suelo.
Casi era una mortificación eso de tener que dar los buenos días. Un día le
llegó la hora. La Caja de Reclutas de la 9ª Región Militar, Capitanía General
de Granada, lo citó en el Cuartel de Capuchinos.
Al día siguiente, desde la explanada de la estación partió
el tren camino de Valencia. Con la gorra de soldado aquel no era mi Juan. Las
fuerzas del Etna y el Vesubio unidas salían por su boca cada vez que desde la
ventanilla veía una mujer al paso del tren por las estaciones… Era el síndrome
del recluta; era su liberación.
El hombre huérfano de padre desde niño se crió junto a la
madre viuda y una cohorte de tías viejas, solteronas, beatas y rezadoras. Todo
desde la infancia había sido una represión continua. Su vida transcurrió entre
misas, novenas, estampas, rosarios, idas y venidas a la iglesia…
La hora de la libertad
le llegó el día del casorio. Salió de aquel hogar de penumbras y
tristezas. No sabemos qué consejos recibió. No sabemos qué normas de conducta
ante la nueva vida le habían inculcado. No sabemos…Sólo un hecho lo dejó todo muy
clarito. Aquella noche, más bien de madrugada, se abrió de par en par el balcón
de su nueva casa. El hombre agarrado a la barandilla gritó a pleno pulmón: “Viva
la Virgen de Flores”.
La señora casada tuvo apetencias de aventura. Las realizó.
Engatusó al muchacho menor y se ‘perdieron’. Revolución en el pueblo,
comidillas de vecinas…La envidia suelta ante el atrevimiento que ellas lo habían
deseado pero no habían realizado…Pasados algunos días, la Guardia Civil los encuentra. En el cuartel
le instan al marido para que pongan la denuncia. El hombre se muestra remiso.
Recula y ante la insistencia:
- - “Mi sargento es que…¡Cosas de muchachos!”.
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