lunes, 7 de julio de 2014

Una hoja suelta de cuaderno de bitácora. Se ha ido...

                                                       

Salta la noticia. Esperada. Temida. Siempre viene mal este tipo de noticias pero vienen. Ha muerto don Alfredo Di Stéfano. Un mito de verdad. No la porquería que ahora nos invade y que no pasan de ser - muchos- peras de tres al cuarto. El más grande de todos los que han vestido la camiseta del Real Madrid…

Bombardean las televisiones, facebook, e-mail, twitter. Tenemos suficiente información.  No hay que servir, ‘otra’, de “más de lo mismo”. Sí hay que decir algo. Di Stéfano tenía un pero. No sabía hablar en público; lo hacía, maravillosamente, con el balón.

Me voy por la faceta humana del niño de pueblo que coleccionaba estampitas. Un álbum, cromos repetidos y gachuela, mucha gachuela para pegarlas sobre unas hojas de papel que terminaban arrugadísimas…

Allí formaron parte en la alineación de nuestras vidas. Las vidas de los niños de los pueblos eran vagones de ilusiones, como los que se cargaban en el muelle de la estación con limones – “que son de los Callejones, niña” – naranjas, granadas, tomates, pañiles de melones, sandías o lo que daba la huerta.

Ramallets, Olivella, Segarra, Suárez y Kubala; Quincoces, Mestre y Puchades; Campanal, Ruiz-Sosa, Arza y Pepillo; Eizaguirre y Lesmes; Peiró y Collar; Carmelo, Orue, Garay, Canito, Mauri, Maguregui; Copa, Rial, Puskas y Gento y, por encima, muy por encima, Alfredo Di Stéfano, al que sólo veíamos, alguna vez, en el  No-Do o en las estampitas del quiosco de María la del Guerra

Éramos, entonces, niños de pueblo que cantábamos que España limitaba al norte con el Mar Cantábrico, que el río Guadalquivir pasaba por Sevilla y el Duero por Toro y Zamora. Alguien nos dijo que por los caminos transitaban los tíos mantequeros y que si éramos malos arderíamos, para siempre, – sí, para siempre – en el fuego del infierno.


Éramos nosotros. Andábamos las veredas que subían del río en las tardes de verano y, algún jueves soleado de invierno, íbamos de excursión al Monte Redondo. Y, siempre, a la captura del ‘Capitán Trueno’, el Jabato o de aquellas estampitas, que pegábamos con gachuela y en la que el mejor, el más buscado era: Di Stéfano…

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