Y todo por un triste chaleco. Una prenda que, al parecer,
reivindican y los superiores no conceden. La ausencia de un chaleco se ha
llevado la vida de un padre de familia por delante. Y, además, era servidor del
Orden Público, o sea de los que están hasta mal pagados y, a los que nos
permitimos el lujo de ni valorarlos en lo que hacen.
Todo arrancó cuando la tarde ya estaba avanzada. La patrulla
patea el barrio. Dos Policías Nacionales. Uno se acerca a identificar a un mendigo.
Un pobre desgraciado, que según se corría hoy por los medios, es un enfermo
serio, con la cabeza mal amueblada.
La calle Frigiliana tiene aires de la mar cercana, se
enclava en las cercanías de la Avenida de Velázquez. Vive allí gente normal, de
la que está, codo a codo, con la crisis, con las obras del Metro, con la
saturación del tráfico agobiante, con la presencia de otras personas a los que
la sociedad no admite y las echa a la calle.
Dicen que este hombre había sido detenido ya siete veces.
Demasiadas veces sin tomar ninguna medida. Hay demasiados marginados en las
aceras. Malviven de la caridad, de los sentimientos humanitarios de los
transeúntes, de Caritas que aporta un plato de comida, ropa…
Ha muerto un Policía Nacional, uno de nosotros – el mendigo,
también – atravesado por un cuchillo jamonero. Dicen que si hubiese llevado un
chaleco se habría evitado. ¿Tanto cuesta un chaleco? ¿Tan carente de fondos
está el Ministerio del Interior para no pagar un chaleco que salve vidas?
Un alucina en colores. Velas en el lugar del presunto
crimen. Un loco en silla de ruedas por los pasillos de un hospital; unas
flores; unos hombres de uniforme que se cuadran y saludan al paso del compañero
muerto; una niña con tres años sin padre para siempre y todo porque al cumplir
con su deber no tenía un maldito, un puñetero chaleco…
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