Subí – porque Leonardo tiene el estudio en esos lugares que
dicen que están más cerca del cielo que del suelo- una tarde soleada de
mayo. El mar se presentía cercano. Huele
a pintura fresca, a paquetería que va camino de Reus donde expondrá dentro de
unos días, a cajas que esperan otros destinos, a lienzo que copan testeros.
Chorrean agua los grifos en los lienzos de maestro; se ajan
las rosas: rojas, violetas, amarillas… en vasos de cristal como los que había sobre los veladores de las
señoritas de entonces cuando esperaban a quien había de venir con chaqueta de
hilo crudo, corbata de palomita y zapato negro; a jazmines, blancos, diminutos,
ensoñadores.
Piden unos labios sensuales las uvas de sus cuadros. Uno piensa
en las mozas morenas de trenzas largas y pelo lacio. Ponían estampas a las
cajas de pasas antes del destino hacia aquellos países tan lejanos. Los
llamaban Países Bálticos. No los había visto nadie pero todos sabían que hasta
allí llegaban los barcos de Heredia.
Es fruta de boutique – de boutique de la fruta si es que
existe, claro - la que Leonardo
Fernández lleva a sus cuadros: peras, manzanas, rubíes arrancados a la granada,
guindas y cerezas, ciruelas, sandías, castañas
de la Serranía. Es fruta de perfume. Se escapa e invita al pecado de los
sentidos a quien mira, ve, observa se recrea en el cuadro.
¿Ves? Y me muestra – acaba de terminarlo – la última obra.
Es el puesto de la castañera de la plaza de La Merced… Y me cuenta que él
cuando vivía en Tomás de Cózar fue niño en aquella plaza. Llovía aquella
mañana, la gente refugiada bajo un paraguas, las gotas chorreaban por el
cristal de una ventana desvencijada. No ha podido con el paso del tiempo…
Son sus patios de siempre, sus mosaicos rotos de siempre,
sus lebrillos estañados de siempre, sus chorros de agua continua que rebrinca
y, luego, rebosa la orza pequeña…pero ahora, recogidos de una manera diferente
porque el maestro está espléndido. Hemos
pasado un rato juntos; he dado tarde libre a los sentidos. Cosas que pasan.
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