Para don Miguel de Unamuno el mundo estaba dividido en dos
partes por una línea. Coincidía - la línea - con el río Loira. Al norte,
hombres rubios que cocinaban con mantequilla; eran esquimales. Al sur, bajitos
y morenos, cocinaban con aceite de oliva; eran dioses.
Don Miguel podría estar equivocado en algunas cosas. En
ésta, no. El sur, el sagrado sur de la luz, del mar azul, de autillos por las
noches, de Ulises y Homero, es la tierra
del olivo que Atenea criaba en sus campos. Su fruto oro y como el otro,
también, dorado; lo llamamos aceite.
Cuenta la mitología que Hércules se llevó, en su carro,
plantas de olivos al Olimpo; a Noé, la paloma agotada, que volvió al Arca le
trajo un ramito de olivo en el pico. Los romanos ungían con aceite a los
atletas en el circo y los griegos a los vencedores lo coronaban con varetas de
olivos entrelazadas.
Cristo sudó sangre, la noche aquella, en un huerto de…
olivos. Getsemaní dicen que significa almazara o molino. A los enfermos se les
da la unción de “santos óleos” y a los
niños de la España de los cincuenta nos sacó adelante un pedazo de pan casero
con un chorreón de aceite.
“Hazme pobre en madera y te haré rico en aceite” cuenta
Leguineche de un proverbio marroquí”;
Barbetio proclama:
“A ver si de una vez nos enteramos de que el aceite, hijo de la aceituna, es lo
más parecido a nuestra sangre…”; don Antonio Machado, dice, que entre los
olivos estaban los cortijos blancos y Miguel Hernández que “el campo / se abre y se cierra como un
abanico. Sobre el olivar / hay un cielo
hundido…”
Vinieron
los olivos en las traíñas fenicias; rebrotaron, junto al Partenón, en la
Acrópolis, después del incendio de Atenas; le dieron color a los ojos de Atenea. Es el
árbol de la sabiduría griega, de la paciencia y del primor en el cuido… Es el
árbol de Andalucía.
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