Corría,
solamente, el arroyo – el arroyo de los Chinos, desde la Atalaya hasta el
Jévar, donde se le unía, junto al Tallista- cuando llovía. Es decir, en otoño;
es decir, casi nunca. En los recodos se formaban charcas - con gusarapos,
renacuajos y ranas - que se agostaban a
medida que avanzaba el verano.
El
arroyo estaba orillado por adelfas; en primavera se ponían preciosas. Vestidas.
Floridas a tope y amargas. Las riadas dejaron en el cauce piedras grandes,
enormes. Sólo la fuerza de otras riadas tenía capacidad para moverlas.
El río
quedaba – y queda muy lejos –. ¿Ante eso?
la charca profunda, por detrás de la Casa del ‘Poenco’, cerca de la fuente de Pedro. Era la última en secarse. Las
tardes de verano, los niños iban a la
charca. Era el único ‘bañaero’ posible. Desde lo alto de una piedra, junto a la
barranca, servía de trampolín. Cuando la charca menguaba, la posibilidad de
‘lucimiento’, se terminaba.
Los
niños no sabían qué era un trampolín; nunca habían visto una piscina ni
olímpica ni de las otras, a los sumo las albercas: en el Molino de Calderón, en
Zorita, en la Gavia… Siempre quedaba el río, pero las albercas – con un ciruelo
cercano, una higuera, una parra- tenían el encanto de ser diferentes y de
saciar el hambre que nacía después del baño. No se conseguía siempre.
En la
charca grande, junto a la fuente de Pedro, el niño supo que en frente, en el
‘Escondrijo’ antes, había vivido gente; que en la solana del Cerro del Cura
había una zorrera y que, cuando la ‘gente de la sierra’, alguna vez, habían
venido también a la charca.
No
venían ni muchas veces ni a la misma
hora por miedo a los civiles. Los niños, también, tenían miedo a los civiles.
Preguntaban muchas cosas. Los niños, si los venían venir por el arroyo… ¿Qué
será ahora de la charca y de aquellos niños?
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