lunes, 12 de mayo de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Mi primera palabra

                                   

Fueron  un puñado de horas, juntos, en la terraza de su casa. Un día se lo contaré a mis nietos – como, cuando el Maestro Alcántara, me contó que estuvo, en Valparaíso, con Neruda -. Al frente, la Torrecilla. Se pierde, la vista, por campos verdes de cielo abierto y limpio. Es mayo de rosas, amapolas y  trigos. Los jardineros peinan los pinos. Al frente, entre la bruma, lejana, la mar.

Habla y habla Antonio. De otro Antonio y de Modesta; de Jesús y de José; y del niño que pregunta y del tío Manuel; del Molino y del Guadiamar que mojaba las piernas a las cañas, de  los “rizos de la tarde”, de besos, melancolía, sentimientos.

Y cuenta del niño que pide un diccionario porque tiene hambre, literalmente, hambre de saber y de llegar a donde no llegan los otros niños,  y acierta el jeroglífico: “niño, ¿tú como sabes eso?” Y del pajarillo que quiere campiñas para vuelos más largos.

De “Mi primera palabra” tomo: “Yo, aquí, junto al mar, soy / marino aventurero, / cansado de mareas, de los vientos. / Pero con la querencia al mar abierto” Lo copio.  Hace un rato que la noche decidió echarse a andar los caminos. Me pregunto: ¿existe la premonición?

Me llega el libro como todas las cosas buenas: sin sentir. Porque sí. Antonio lo ha querido. Me vuelvo a sus versos: “Dejadme / vagar por el aire / porque ustedes no entienden mi viaje”.

Dice el poeta que se bajó al mar y tuvo un  presentimiento: “en la espuma vendrían tus besos...”. Vino, también, sabor a sal, y una barca de recuerdos, y mareas y el marinero, aventurero, cansado de los vientos, esperó – “que te estás haciendo viejo”-, la voz enamorada que le ofrecía su puerto.


Escribe Antonio, Antonio García Barbeito, “Mi primera palabra” cuando no había llegado a los treinta años. “A mis padres; porque la primera cosecha / la merece la tierra que la da”, dice la dedicatoria.  Su padre se paseaba – cuenta  – con el libro de la mano. Amén.

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