Fueron un puñado de
horas, juntos, en la terraza de su casa. Un día se lo contaré a mis nietos –
como, cuando el Maestro Alcántara, me contó que estuvo, en Valparaíso, con
Neruda -. Al frente, la Torrecilla. Se pierde, la vista, por campos verdes de
cielo abierto y limpio. Es mayo de rosas, amapolas y trigos. Los jardineros peinan los pinos. Al
frente, entre la bruma, lejana, la mar.
Habla y habla Antonio. De otro Antonio y de Modesta; de Jesús
y de José; y del niño que pregunta y del tío Manuel; del Molino y del Guadiamar
que mojaba las piernas a las cañas, de
los “rizos de la tarde”, de besos, melancolía, sentimientos.
Y cuenta del niño que pide un diccionario porque tiene
hambre, literalmente, hambre de saber y de llegar a donde no llegan los otros
niños, y acierta el jeroglífico: “niño,
¿tú como sabes eso?” Y del pajarillo que quiere campiñas para vuelos más
largos.
De “Mi primera palabra” tomo: “Yo, aquí, junto al mar, soy /
marino aventurero, / cansado de mareas, de los vientos. / Pero con la querencia
al mar abierto” Lo copio. Hace un rato
que la noche decidió echarse a andar los caminos. Me pregunto: ¿existe la
premonición?
Me llega el libro como todas las cosas buenas: sin sentir.
Porque sí. Antonio lo ha querido. Me vuelvo a sus versos: “Dejadme / vagar por
el aire / porque ustedes no entienden mi viaje”.
Dice el poeta que se bajó al mar y tuvo un presentimiento: “en la espuma vendrían tus
besos...”. Vino, también, sabor a sal, y una barca de recuerdos, y mareas y el
marinero, aventurero, cansado de los vientos, esperó – “que te estás haciendo
viejo”-, la voz enamorada que le ofrecía su puerto.
Escribe Antonio, Antonio García Barbeito, “Mi primera
palabra” cuando no había llegado a los treinta años. “A mis padres; porque la
primera cosecha / la merece la tierra que la da”, dice la dedicatoria. Su padre se paseaba – cuenta – con el libro de la mano. Amén.
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