4 de agosto, domingo. Apareció por la calle, como la que sabe que va a alguna parte, pero no va ninguna. Camina despacio. No tiene prisa. Mira. Habla con la amiga que la acompaña. La mujer de blanco, va en la noche de feria, calle arriba, como quien dice que no necesita argumento: el argumento es ella.
Se paran en uno de los puestos. Tiene el pelo negro de azabache y lo adorna con un ramo de jazmines que realza su belleza, que pone nota de sensibilidad y poesía con la única flor que no es flor sino un ramillete de perfume y aromas en la noche de agosto.
La mujer de blanco tiene los ojos negros de chiquita piconera y se recoge el pelo, con gracia de media verónica Parece como escapada de un Verdial de Comares: “Viva Dios que nunca muere / y si muere resucita / viva la mujer que tiene delgada la cinturita”. Embruja, atrae, irradia belleza, armonía… Si existe la perfección…
Avanzan. Desoyen los reclamos que vienen de la tómbola Se detienen otra vez. Ahora, curiosean unas gafas de sol. La mujer de blanco tiene los dedos finos, sutiles, delicados. Se las prueba. Las vuelve a dejar sobre la mesa del puesto. Con esos ojos no necesita gafas de sol la mujer de blanco habla con el hombre del tenderete. ¡Suerte que tiene el hombre que vende gafas!
Mujer
de amor platónico. Se aleja, poco a poco. Se pierden –la amiga y ella- entre el
gentío y la bulla de la feria. La busco en un bosque de cabezas. Pienso en los versos de Romero Murube “por
la calle honda, un hombre en silencio…
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