10 de junio, lunes. Era
mediodía. No hacía día de baño ni de estar tumbado en la arena tomando el sol.
Era un día de viento de poniente. Primero, suave; luego, a más. Las olas tenían
un movimiento silente, como si anunciase una mar de fondo que igual venía, que
podría quedarse quieta.
No fue así. En un momento
comenzaron a levantarse pañuelos blancos. Eran pañuelos pequeños, pero cada vez
había más. Yo no sé si aquellos pañuelos saludaban en la lejanía a unos barcos
que estaban perdidos en la bruma de horizonte. ¿Se estaría despidiendo de mí y
yo sin darme cuenta?
Desde el ventanal de cristales
del chiringuito - por cierto, estaba cerrado de manera hermética y no dejaba
entrar ni un una brizna de viento – cada vez observaba que había más pañuelos
blancos, o sea, más olas que se daban las manos entre ellas, como amigas de
toda la vida.
Una barca varada en la orilla
contemplaba en silencio el espectáculo. ¿Pensarán las barcas sin remos y sin
nadie que las gobierne que ellas también necesitan de esas olas blancas,
lejanas, impolutas y bordadas como pañuelos de nácar?
Al rato las olas blancas se
hicieron más grandes. Unas enlazaban con otras. Eran una continuidad. Su
entrelazo era de tal magnitud que ya no se sabían dónde terminaban unas y donde
acababan las otras. Todo era una ola continua que venia a dar en el rebalaje.
Una manera como otra de morir de manera anodina porque aquello era una
continuidad de silencios que solo se entienden entre ellos. Al rato, toda la
playa, hasta donde se perdía la vista era un ir y venir de olas.
- ¡Cómo ha cambiado el mar,
dijo alguien!
Yo ya no veía ni el azul de la
superficie ni ningún velero entre la bruma del horizonte, ni el juego de
pañuelos de nácar….
- Allí, le dije a mi amiga, si
el día estuviese claro, podríamos ver el Atlas...
Al rato, la espuma blanca se
desvanecía contra rocas milenarias que aguantan los temporales. No saben de
noches ni de días, de mañanas ni de tardes. Están allí. Soportan el envite y
así ni se sabe desde cuando…
Al rato. Volví casi a la orilla
del principio. No había pañuelos blancos; no había olas de fondo que moviesen
en silencio la arena. Todo estaba otra vez quieto. El mar había vuelto a no sé
que hora del día quizá porque le tocase ese momento de sosiego, quizá porque
las cosas, para mi desconcierto tienen que ser así y uno alarga la vista hasta
donde puede alcanzar que lleguen eso que llaman sueños…
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