lunes, 10 de junio de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Y el mar cambió varias veces en la tarde

 

 



10 de junio, lunes. Era mediodía. No hacía día de baño ni de estar tumbado en la arena tomando el sol. Era un día de viento de poniente. Primero, suave; luego, a más. Las olas tenían un movimiento silente, como si anunciase una mar de fondo que igual venía, que podría quedarse quieta.

No fue así. En un momento comenzaron a levantarse pañuelos blancos. Eran pañuelos pequeños, pero cada vez había más. Yo no sé si aquellos pañuelos saludaban en la lejanía a unos barcos que estaban perdidos en la bruma de horizonte. ¿Se estaría despidiendo de mí y yo sin darme cuenta?

Desde el ventanal de cristales del chiringuito - por cierto, estaba cerrado de manera hermética y no dejaba entrar ni un una brizna de viento – cada vez observaba que había más pañuelos blancos, o sea, más olas que se daban las manos entre ellas, como amigas de toda la vida.

Una barca varada en la orilla contemplaba en silencio el espectáculo. ¿Pensarán las barcas sin remos y sin nadie que las gobierne que ellas también necesitan de esas olas blancas, lejanas, impolutas y bordadas como pañuelos de nácar?

Al rato las olas blancas se hicieron más grandes. Unas enlazaban con otras. Eran una continuidad. Su entrelazo era de tal magnitud que ya no se sabían dónde terminaban unas y donde acababan las otras. Todo era una ola continua que venia a dar en el rebalaje. Una manera como otra de morir de manera anodina porque aquello era una continuidad de silencios que solo se entienden entre ellos. Al rato, toda la playa, hasta donde se perdía la vista era un ir y venir de olas.

- ¡Cómo ha cambiado el mar, dijo alguien!

Yo ya no veía ni el azul de la superficie ni ningún velero entre la bruma del horizonte, ni el juego de pañuelos de nácar….

- Allí, le dije a mi amiga, si el día estuviese claro, podríamos ver el Atlas...

Al rato, la espuma blanca se desvanecía contra rocas milenarias que aguantan los temporales. No saben de noches ni de días, de mañanas ni de tardes. Están allí. Soportan el envite y así ni se sabe desde cuando…

Al rato. Volví casi a la orilla del principio. No había pañuelos blancos; no había olas de fondo que moviesen en silencio la arena. Todo estaba otra vez quieto. El mar había vuelto a no sé que hora del día quizá porque le tocase ese momento de sosiego, quizá porque las cosas, para mi desconcierto tienen que ser así y uno alarga la vista hasta donde puede alcanzar que lleguen eso que llaman sueños…


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