9 de diciembre, sábado. Hizo
un día raro, más raro que otros días. Llovió y no llovió. La carretera mojada,
resbaladiza y peligrosa. Tan pronto aparecía la lluvia como se abrían claros,
entre las nubes, y se dejaban ver un cielo lejano.
Cuando llegaban los días
cercanos a la Pascua -en el pueblo se celebra más la Pascua de Navidad que la
de Resurrección - la esplanada de la estación era un hervidero de gente. La faena
entraba en una vorágine. Se cargaban vagones y más vagones de trenes que iban a
sitios lejanos. Las máquinas los arrastraban lentamente. Los hombres desde el
muelle lanzaban los pañiles llenos de naranjas hacia el interior donde lo
recogían otros hombres.
Aquella mañana llegó a la
estación un tren distinto. El niño miraba asombrado porque aquel tren traía
algo que no traían otros trenes. Aquel tren portaba en sus bateas y en unos
vagones con puertas especiales ¡un circo!
Alguien dijo que iba para
Málaga. No era tiempo de circos porque los circos cuando tienen su actividad es
en verano, pero aquel día sin saber por qué había llegado a la estación un tren
que portaba un circo.
El niño miraba atónito. Jaulas enormes de hierro, de barrotes gruesos
y unos cerrojos con candados. Dentro de las jaulas, en cada una de ellas, había
tres leones. El niño solo había visto los leones que aparecían en las portadas
de las libretas (en la contraportada, la tabla de multiplicar). Aquellos leones
le parecieron soberbios, aunque no tenían tanta melena como los de las portadas
de las libretas…
En otras iban más animales. En
una, unos monos sucios, de miradas perdidas; un camello que rumiaba lentamente
la paja. La tomaba de un recipiente que había en un rincón del vagón; unos
caballos pequeñitos de pelo brillante…
El niño llegó tarde a la escuela.
Bajó la manilla, sin mediar palabra, en su gozo interior, dijo en voz alta,
mientras empujaba la puerta.
-Don Juan ¿se puede?
- Se puede… venir a su hora,
respondió don Juan, un hombre delgado, de mirada fría y voz muy aguda.
- ¡Un circo, don Juan, ha
venido un circo!
Don Juan tomó una regla negra que
tenía sobre la mesa y mientras la blandía al aire…
- Anda, entra, y vente a tu
hora, que te vaya a tener que dar yo entradas para el circo…
El paisaje que el niño venía desde
el ventanal de la escuela era como un fantasma bajado de otras tierras. Las
meigas no son de aquí; los circos, tampoco. Aquella mañana era propicia
para acariciar a las meigas y no pensar en los circos.
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