Algunos transeúntes paseaban al
amparo de una tarde más propia del mes de mayo que de finales de otoño con Santa
Lucía en el calendario. Tiempo seco; aprieta el sol. Ni una brizna de yerba.
No han nacido las sementeras.
Están las tierras con los barbechos desde el verano. Todo es desolación,
sequedad. No tienen flores las aulagas; están mustios los matagallos; sin
flores los cantuesos, sin espárragos las esparragueras.
Corono el Puerto, por la
derecha, hacia el Monte Redondo a donde de niños subíamos por el Hoyo del Olivo
“porque desde allí se ve el mar”. Esta tarde también se ve el mar… Han cambiado
muchas cosas. El mar sigue en su sitio. No se ha levantado el taró todavía. La
visibilidad llega muy lejos.
Giro hacia la izquierda. Están
desbrozando a los bordes del camino. Me acerco al borde del precipicio. La
vista, de las que no se olvidan. Abajo el pueblo, echado a los pies del monte. Sin él Álora no sería ella, como tampoco lo es
Melilla sin el Gurugú, o Río de Janeiro sin el Pan de Azúcar, ni San Sebastián
sin el Igueldo…
En primer lugar, la Cruz. Está
al borde, en el mismo filo. Desde el pueblo da una visión diferente.
Contemplada desde uno de los laterales es un monumento al equilibrio, a la
belleza, a la colocación exacta y precisa, o sea están en su sitio.
Enfrente, un mar de colinas
suaves. Es tierra de lagares. Esas que en el Libro del Repartimiento, a finales
del siglo XV dijeron que “para pan no son”. Eran tierras de viñedos (uvas pasas
y vino dulce como el azúcar y la miel). A la izquierda, el Santi Petri; a la
derecha, los Montes de Málaga. Por en medio – no se ven – pero se intuyen el
arroyo Corrales, el Bujía, el Jévar que viene de El Torcal. Al fondo, en el
horizonte, si se agudiza la vista, el manto blanco de Sierra Nevada.
Se me viene a la mente una
canción de Los Puntos. Describían el exilio de Boabdil, repasaban los recuerdos
incrustados en el alma y terminaban con un suspiro “ay, de mi Sierra Nevada…”
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