El primo Neftalí era alto y delgado;
tenía los cabellos rubios y ensortijados. Su tez, sonrosada y en las mejillas,
a ambos lados de la nariz, y por debajo de los ojos aparecía un salpicón de pecas.
Hablaba despacio; su voz dulce encantaba a los niños, sobre todo, cuando les contaba cosas de sus antepasados.
El primo Neftalí apacentaba un hatillo
de ovejas en los montes de Yehub. Los montes eran áridos. Solo cuando venían
lluvias tempranas, al acabar el estío se llenaban de yerba.
A veces, se acercaba al
manantial de Harod en el Valle de Yizreel. Por el valle corría un arroyo
pequeño. Llevaba sus aguas al río Jordán y antes de llegar al río bordeaba la
ciudad de Beit-Sehan. Un día pasó por allí una caravana. Traían una buena reata
de camellos, y caballos briosos. Venían de tierras desde más allá de las
montañas donde nace el río. Contaron que caminaban hacia las tierras de Egipto.
Una tarde, el primo Neftalí
bajó a dar de beber a su rebaño. Los niños se le acercaron.
Los niños tenían entre seis y nueve años. Eran preguntones e inquietos. Echaban el día en
el arroyo tirando chinas que rebotaban en el agua; veían como se acercaban los
pajarillos a beber o como las mujeres lavaban la ropa y hablan, a gritos, entre
ellas.
- Cuéntanos cosas Neftalí…le dijeron.
- Nuestro padre Abran, dijo,
vivía en Ur; en Caldea, entre dos ríos. Es una tierra muy próspera. Dios lo vio
que era muy mayor y quiso que tuviese un hijo con una esclava, Agar. Al hijo,
le pusieron, Ismael. De él sois descendientes tú, Abdalá y todos tus hermanos.
- ¿Y qué pasó? Preguntaron los
niños…
- Pasó, dijo Neftalí, que la
mujer de Abran, Sara, se quejó a Dios y entonces, Yahvé, también le concedió un
hijo y el pusieron por nombre Isaac. Y de ahí venímos todos los israelitas…
- Y ¿vivieron, todos juntos?
preguntaron los niños.
- No, no. Desgraciadamente, no.
Abran expulsó al desierto a Ismael y a su madre, Agar. Desde entonces el odio
entre los hermanos y los descendentes de los descendientes de sus hermanos no
se ha terminado…
De pronto un estruendo enorme
lo despertó del sueño. Era una bomba, una bomba de esas que causaban dolor y
muerte a ambos lados. Era la realidad; todo lo demás, un sueño. El hombre pensó
que, sin embargo, aún, podría ser posible la paz.
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