22 de
octubre, sábado. Al anochecer Albarracín se torna misterioso y
enigmático. Se confunde con las sombras que avanzan y lo invaden todo.
El silencio es el compañero
para pasear por sus calles estrechas, empinadas y largas. Resuenan los pasos y
el eco reverbera en las paredes cercanas. En un recodo, junto a la Casa de la
Juliana el viajero se detiene bajo un farol solitario y olvidado con huellas de
primeros del siglo pasado. O sea, añejo y vetusto.
Por un momento se ha acordado
de los gatos cimarrones que a estas horas andarán de caza por los tejados y ha
pensado qué será de ellos y dónde se cobijarán, si ahora que es otoño y ya hace
frío, cuando llegue la extremosidad en las noches de invierno y los carámbanos
pendan de los aleros.
Desde la plaza, tres
direcciones de la ciudad se extienden como tentáculos de un cefalópodo
imaginario y monstruoso, llegando más allá a través del espacio y del tiempo
hasta las murallas que la defendían cuando era un Señorío independiente.
Mañana cuando amanezca, volverán
(en verano sí, ahora que comienzan los hielos ya vienen menos) grupos de
expedicionarios organizados con horario preestablecido y menús contratados.
Llegarán desde Zaragoza, Teruel o Cuenca. En una taberna cualquiera, de una
calle cualquiera, una muchacha joven y grácil servirá unos tacos de cecina de
vaca y unos vinos al grupo liberado, por un momento, de tutelas oprimentes.
Abajo el Guadalaviar que ha
nacido solo un poco más allá, en una quebrada de la Serranía, que por aquí se
llaman Serranía de Albarracín, atiborrados de sauces, olmos y frenos en sus
orillas, con los esqueletos de sus ramas despojadas de hojas circundan la
ciudad, casi totalmente, bordeando el cerro sobre el que se asienta la ciudad.
El puente romano retrotrae a
tiempos pretéritos. Albarracín conserva su fisonomía medieval: casas colgantes,
rincones únicos – donde parece que los tejados se superponen – y el misterio
escondido tras los muros de abobe. Albarracín es de esas ciudades que a uno se
le antojan irrepetibles.
El paisaje de la Serranía en
otoño es dulce, dorado, de oro viejo que sabe del arcón del tiempo. Sabinares,
pinos, enebros, rebollares, encinas, robles ponen el contrapunto de naturaleza
a la generosa creación de la fantasía del hombre que por aquí – todo Teruel es
un acopio de bellezas desconocidas -
tomó las maneras del arte mudéjar.
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