Jaime, Jaime Rittwagen, es uno de
esos ángeles que a Dios le salió un poco grande y lo echó a la calle para que
fuese repartiendo sonrisas, como las nubes de otoño reparten gotas de agua, los jazmines perfume al anochecer y los trigos
espigas en mayo…
Jaime, un día de no sabemos
cuándo, se entretuvo en tomar la paleta y mezcló los colores como los
niños - porque a veces, Jaime, saca toda
la alegría que los niños llevan dentro - y dejó pinceladas sueltas, que luego unidas,
se convertían en cuadros naïf donde la realidad de cada día tomaba el pulso
constante de la vida.
Buscó respuesta a aquellos versos
de su amigo Manolo: “Vine a la mar dudando si estaría / donde yo la dejé: junto
a la raya / donde la espuma eventual acalla / su antigua discusión con la
bahía”…, y entonces él, que también es hombre de calle, no se fue a buscar la
mar, sino la Plaza de la Merced y se la llevó de la vida, al cuadro.
Y tomó una de esas tardes en las
que el verano se remolonea en Málaga y la gente derrama bullicio y algarabía… y la plaza se hacía
vida en el coche de caballos, en las bicis y en los carros, en el utilitario
amarillo, en los niños que jugaban, en la señora de rojo con bolso nuevo, y en el
perro vagabundo que también salía de paseo.
Y fue cuando echó mano, otra vez,
a los versos del poeta amigo y como Alcántara, que había espurreado su niñez un
poco más arriba, en la calle del Agua, donde la Virgen de Gracia ‘era su vecina
de enfrente’, fue y nos contó que: “Por
los tejados del pueblo / anda la brisa marina, / con los pies de sal y
silencio”.
Plaza de la Merced, de cielo
dorado en otoño, ese dorado que solo tiene Málaga cuando el sol juega a irse
por detrás de la Sierra de Mijas, que se empina para que el reloj de la catedral juegue al
escondite entre las ramas de los árboles…
Por la bahía, a lo lejos, unos
barcos grandes cruzan un mar azul de
sirenas y delfines, cargados en su interior de la bonhomía y sensibilidad con
la que Jaime Rittwagen nos atrapa en sus cuadros únicos, reales y profundos.
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