La luz, la sagrada luz del Sur,
dorada miel de atardeceres lánguidos. La
luz que se hizo una mañana cuando quien todo lo puede dijo: “Hágase la luz, y
la luz se hizo. Y hubo día y noche y mañana y tarde y echó a un lado las
tinieblas…,” y entonces, termina el Libro y dice: Día primero.
La luz, la luz de miel que
endulza y se estira interminable, porque el sol no quiere irse y se remolonea
como los toros mansos acunados en tablas, y no quieren salir al centro del
albero porque saben que allí, ante los ojos de todos, pierden misterio y
encanto.
La luz de El Hacho, esa que se
encontró Felipe en un recodo del camino, cuando el sendero juega al escondite
entre la arboleda que lo orilla y lo
acurruca y hace buenos, buenísimos, los versos de don Antonio cuando se
preguntaba “Adónde el sendero va?” Y luego, él mismo se contestaba y nos decía,
que se hace camino al andar y todas esas cosas que tantas veces hemos meditado
para nuestros adentros, a solas con nosotros mismos.
La luz, esa luz que sale del
interior y que, algunas veces, hace que
las noches no sean tan oscuras, que el viento no nos atormente cuando ulula por
los alféizares de las ventanas, porque ella, la Luz de Dios, está esperando
para cogernos de la mano y llevarnos hacia donde ella quiere y nos marca…
Bendita y sagrada luz de otoño, que
es como niño con zapatos nuevos que se ha echado a andar, porque así los marca
el giro de la tierra, estrena algo que
nos regala a todos nosotros y nos vaciamos a ella y le decimos: eres única, eres el reflejo de quien todo lo
puede, de quien todo lo ordena y dice y ejecuta y nosotros, en nuestra pequeñez,
formamos parte de eso que se llama Creación.
La luz, la bendita y sagrada luz
del Sur, que toma por suyo el campo y los árboles del camino, y dicta cuándo
los pájaros tienen que buscar una rama para cobijarse… Esa, solo esa,
precisamente esa, es la que dice que por aquí pasó y la dejó a ella a modo de
retazos de su estela…
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