Con la llegada del otoño el campo
cambiaba. Amanecía más tarde y anochecía antes. Los pájaros buscaban cobijo en
los árboles más frondosos y las cañas del río dejaban una sinfonía diferente cuando
se golpeaban unas contra otras.
Los almeces del borde de la vía
eran los primeros árboles que acusaban el envite de la nueva estación. Las
hojas perdían la lozanía del verano y comenzaban a mostrar manchas oscuras que,
luego se tornaban amarillas, y bajaban lentamente hasta el suelo.
Las hojas se arremolinaban.
Cuando soplaba el viento, a veces con fuerza las levantaba y las cambiaba de
sitio. Las hojas muertas estaban a su merced y las movía a su antojo… Iban, de
aquí para allá, hasta que la madre naturaleza las hacía desaparecer.
Sus frutos, unas bayas negras,
pequeñitas, cuando las comíamos nos dejaban un halo de color del palodú
alrededor de los labios y con el hueso debidamente mondado y conducido a través
de un canuto de caña se hacían proyectiles certeros sobre el cogote de otros
niños. Conjuntamente con el tirachinas
eran las armas más agresivas de las que disponíamos.
Los nogales por entonces ya
tenían las nueces maduras. Nosotros no distinguíamos entre los pacanos y los
propiamente nogales, solo que a unos los llamábamos de nueces ‘finas’ y a los
otros, ‘nueces’.
Cuando los hombres los vareaban
siempre quedaban en los pimpollos algunos frutos a los que no había podido
llegar la vara y entonces era cuestión de puntería y precisión. La pedrada certera era el mejor
efectivo para derribarlas. El porcentaje de acierto y éxito… pues, eso.
Con el otoño venían también los
caquis. Si estaban picados de pájaros era garantía segura de su madurez. La
granadas – las mejores las de la sobaquera – eran las frutas que abrían la
antesala a las primeras naranjas. Todo
estaba escalonado: almecinas, nueces, granadas, naranjas.
Solo había algo que rompía todo
aquel encanto. Desde los primeros días de octubre, la escuela era el reclamo de
mañana y tarde. Aquella escuela inmunda y maloliente de la Plaza Baja a pie del
campanario que hacía sonar sus campanas doblando cuando a media mañana había
algún entierro. Era el lugar donde supimos en un mapa de hule ajado que España
limitaba al norte… ¿Con qué limita ahora España?
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