jueves, 15 de octubre de 2020

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Cambios de otoño

 



Con la llegada del otoño el campo cambiaba. Amanecía más tarde y anochecía antes. Los pájaros buscaban cobijo en los árboles más frondosos y las cañas del río dejaban una sinfonía diferente cuando se golpeaban unas contra otras.

Los almeces del borde de la vía eran los primeros árboles que acusaban el envite de la nueva estación. Las hojas perdían la lozanía del verano y comenzaban a mostrar manchas oscuras que, luego se tornaban amarillas, y bajaban lentamente hasta el suelo.

Las hojas se arremolinaban. Cuando soplaba el viento, a veces con fuerza las levantaba y las cambiaba de sitio. Las hojas muertas estaban a su merced y las movía a su antojo… Iban, de aquí para allá, hasta que la madre naturaleza las hacía desaparecer.

Sus frutos, unas bayas negras, pequeñitas, cuando las comíamos nos dejaban un halo de color del palodú alrededor de los labios y con el hueso debidamente mondado y conducido a través de un canuto de caña se hacían proyectiles certeros sobre el cogote de otros niños.  Conjuntamente con el tirachinas eran las armas más agresivas de las que disponíamos.

Los nogales por entonces ya tenían las nueces maduras. Nosotros no distinguíamos entre los pacanos y los propiamente nogales, solo que a unos los llamábamos de nueces ‘finas’ y a los otros, ‘nueces’.

Cuando los hombres los vareaban siempre quedaban en los pimpollos algunos frutos a los que no había podido llegar la vara y entonces era cuestión de puntería  y precisión. La pedrada certera era el mejor efectivo para derribarlas. El porcentaje de acierto y éxito… pues, eso.

Con el otoño venían también los caquis. Si estaban picados de pájaros era garantía segura de su madurez. La granadas – las mejores las de la sobaquera – eran las frutas que abrían la antesala a  las primeras naranjas. Todo estaba escalonado: almecinas, nueces, granadas, naranjas.

Solo había algo que rompía todo aquel encanto. Desde los primeros días de octubre, la escuela era el reclamo de mañana y tarde. Aquella escuela inmunda y maloliente de la Plaza Baja a pie del campanario que hacía sonar sus campanas doblando cuando a media mañana había algún entierro. Era el lugar donde supimos en un mapa de hule ajado que España limitaba al norte… ¿Con qué limita ahora España?



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