No hay que deshacer maletas. No
hay un montón de ropa que espera clasificación y vez para entrar a la lavadora.
No hay que ir colocando los zapatos que no se usaron, ni las camisas que se
plancharon, se arrugaron y viajaron prensadas asidas por una correílla para que
no se moviesen mucho en el interior de la maleta en espera del momento en que
nos las íbamos a poner.
Tampoco hay que reponer fuerza.
No hay más cansancio que el acumulado cuando fuimos a descansar y no solo no se
consiguió el objetivo sino que regresamos hechos añicos con dolores en medio
cuerpo y la otra mitad en espera para comenzar los lamentos dolorosos.
Algunas veces nos vamos de viaje
para descansar. No siempre se consigue y entonces aparece una pura y cochina contradicción.
Otras, nos vamos porque queremos cambiar de lugares conocidos, de ambientes, de
aires, de paisajes, de gentes y costumbres, de silencios por ruidos o de
vorágines por los que ofrecen una aparente tranquilidad.
El dichoso bichito nos ha
encerrado desde hace unos días en nuestros propios cucaeros, o sea en nuestras
casas. Circulan por ahí cantidad de sabiondos que nos dicen qué tenemos que
hacer y qué no debemos hacer para llenar nuestro tiempo, para no aburrirnos
(¿?) en nuestro rincón, para no cazar una depresión…
Todo eso está muy bien. En mi
pueblo hubo una, dominantona y de mando en plaza, que fue más explícita y
directa. Tenía al marido en un puño. El
pobre hombre toda su vida fue un perrillo faldero obedeciendo, y ahora que se
le acercaba el momento no era cuestión de entrar en discusiones que de entrada
ya las sabía perdidas.
Muy dispuesta ella, ante las miradas
de las vecinas congregadas en la pequeña habitación y en torno a la cama del
enfermo… Va y le larga:
-
“Y ahora, cuando llegues a la Gloria te estás
quietecito donde te pongan, sin moverte y sin preguntar, vayas a estar como Frasco Juana, Gloria
arrbia, Gloria abajo; Gloria abajo, Gloria arriba…”
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