Se ha levantado el lunes ventoso
y frío. Se ha levantado el lunes con un viento gélido marcado por el dolor y
por el llanto. Unas nubes negras sobre las sierras, a modo de caperuza, le
ponía un tinte feo y desangelado. Parecía que hasta el tiempo iba por otros
derroteros, por otro camino.
La noticia ha saltado como suele
hacerlo en estos casos, rápida y sobrecogedora. Se nos ha ido Ana Molina. A
todos nos va a llegar la hora. Es esa hora mala y que nadie desea, pero que
algunas veces, como es el caso, llega demasiado pronto.
Decía un poeta, Miguel Hernández,
que también lo pasó mal, muy mal en su vida, pero que ahora está en la gloria
que nadie le puede arrebatar, la gloria literaria, que “muchos tragos son la
vida y un solo trago es la muerte”.
Yo no tuve un trato especial con
Ana, pero sí la conocí cuando desempeñó el cargo de Hermana Mayor de Dolores
Coronada. Vi en el trato que demandaba – yo escribía entonces en SUR – que era
un mujer con una vida interior tan rica, tan generosa, tan fuera de lo común,
que como todas las personas grandes, lo ocultaba en su interior sin darle
importancia a casi nada de lo que hacía.
A Ana no se la ha llevado el
bichito que anda ahora. Ha sido otro bicho, ese que empieza por ‘C’ y que no
tiene caridad, ninguna caridad y que pulsea a otras dos tragedias que comienzan
por misma letra, o sea el corazón y la carretera… “Pronto madrugó, y
vuelvo a citar a Hernández, la madrugada”.
Estoy seguro que la Virgen de los
Dolores, su Virgen de los Dolores, nuestra Virgen de los Dolores, la ha acogido
con un abrazo que no es virtual, como ese que estos días nos damos, no. Es un
abrazo de Madre a hija que llega extenuada después de una lucha sórdida en eso
que hemos dado en llamar vida y que al final la ha derrotado.
Ana se ha presentado en el cielo
con la sonrisa que la acompañó y la
discreción de la que siempre hizo gala, tan discreta, que incluso por mor de
las circunstancias que mandan estos días, su despedida va a ser tan sencilla,
como ella lo fue en la vida.
Descansa en paz, amiga.
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