Úbeda. Lápida en recuerdo de san Juan de la Cruz
Julio, 21 lunes
Estaba en la Peñuela, hoy La
Caralina; entonces, un “desierto” o sea un convento de los Carmelitas Descalzos
que ponían sus oratorios separados de las poblaciones en lugares apartado y
solitarios para llevar mejor la concentración en sus rezos y vida de eremitas.
Dijo que Úbeda. La enfermedad
recién iniciada, avanzaba. Tenían que trasladarlo a Baeza o a Úbeda que era
donde había mejores médicos y trataban a los frailes enfermos. Éste no era un
fraile cualquiera. Era diferente por todo, en todo y por más cosas. Además de
ser el mejor poeta místico de la Literaturas Españolas, era, un santo, de los
de verdad. Se llamaba Fray Juan de Yepes. Luego, san Juan de la Cruz.
Dicen sus biógrafos que era el
28 de septiembre de 1591. Él quería mucho a Baeza. Fue el fundador y primer
rector del colegio universitario. Además, estaba de prior una persona muy
estimada, fray Ángel, un discípulo que está seguro que lo iba a mimar y a
cuidar. Pues no; dijo, que a Úbeda.
¿Por qué? porque allí la gente
lo iba a dejar más tranquilo en ese final de su vida que él ya adivinaba próxima
y para más colmo está de prior “Crisóstomo” (Pico de oro), amigo de
Diego Evangelista y a quienes Fray Juan había reprendido en Sevilla porque
andaban más tiempo del preciso fuera del convento de picos pardos.
Iniciaron la marcha hacia Baeza
(donde se quedaría otro fraile) y Úbeda una fresca mañana de otoño. Bajaron
buscando el Guadalimar. Al medio día, descansarían bajo el puente de Ariza. El
mozo les preguntó que se le apetecía comer porque se negaba probar las viandas
que llevaban.
- Si hubiera espárragos... dijo
el fraile.
- No es tiempo de espárragos. Replicó
el hombre que servía a Juan de Cuéllar, dueño de mulo en que retornaba después
de haber dejado a otro fraile en La Peñuela. Salió y dio una vuelta. Al rato,
regresa con una pañeta de espárragos. Le pregunta donde la ha encontrado. Sobre
una piedra, le dice. San Juan le manda que deje cuatro maravedís en el mismo
lugar…
Al atardecer llega al convento,
los jóvenes que ha oído hablar de él y algunos frailes mayores conocidos lo
reciben con gran alborozo. Comentan con extrañeza (no es época) lo de los
espárragos. El prior, no. Lo aloja en una habitación pequeña con todas las
incomodidades posibles. Le reprende en público, lo humilla y le afea que llegue
con retraso a los actos de la Comunidad.
El cirujano toma cartas en el
asunto. Da cuenta de la gravedad. La erisipela inicial va a más; el cuerpo se
llena de pus y heridas. El dolor tremendo. Manda llamar a los frailes – catorce
o quince – cantan el De profundis. Hoy, dijo, "Hoy estaré
en el cielo diciendo maitines". Fueron sus últimas palabras. Muere,
pasadas las doce de la noche, del 14 de diciembre de 1591, con 49 años.
Fuente:
- José María Javierre. Juan
de la Cruz. Un caso límite. Ed, Sígueme. 1992
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