19
de octubre, sábado. Acaban
de cumplirse doscientos años del nacimiento de Juan Valera (Cabra 18 de octubre
de 1824- Madrid, 18 de abril de 1905). La efeméride ha pasado sin pena ni
gloria. España entierra muy bien a sus muertos, pero no hace lo mismo con los
nacimientos.
Hombre
culto, viajero, erudito y gran conocedor de su tiempo. Vivió a tope una vida no
exenta de aventuras literarias, amorosas y profesionales que lo llevó por medio
mundo.
Entró
en la carrera diplomática y eso le hizo conocer lugares tan dispares como
Nápoles, Portugal, Brasil, Alemania o Rusia, en concreto, San Petersburgo. La
carrera diplomática, además, de fomentar los amores – como aquello del marino
que en cada puerto tenía una mujer – también lo dotó de una formación
enriquecedora por su afán de viajar y conocer idiomas. Habló y escribió,
incluso, en lenguas clásicas como latín y el griego con total corrección.
Su
padre venía del mundo de la mar. Vivió un tiempo en Calcuta, pero sus ideales
liberales lo condenaron a hacerse cargo de las tierras de su mujer en Cabra y
Doña Mencía, donde por un tiempo fue agricultor, hasta que vuelto el
liberalismo fue rehabilitado y volvió a sus labores marinas.
En
Cabra nació su hijo Juan. Luego, vivió – unos años en Málaga, pasó por su
seminario - Granada y Madrid. Él, Juan Valera, volvió por Andalucía en
ocasiones y aquí se gestan las dos novelas suyas más conocidas Pepita
Jiménez y Juanita, la Larga. Obras encuadradas, quizá con cierto
raquitismo dentro de la novela costumbrista, cuando en realidad encierran
estudios profundos de sicología entre el amor terreno y el divino y la de ese
otro amor que surge, a veces, frenado por la diferencias de edad entre los
protagonistas.
Juan
Valera dejó una definición muy acertada de la Andalucía que él vivió: “Este
es un país pobre, ruin, infecto, desgraciado, donde reina la pillería y la mala
fe más insigne. Yo tengo bastante de poeta, aunque no lo parezca, y me finjo
otra Andalucía muy poética, cuando estoy lejos de aquí”.
Algunas
de las aseveraciones de entonces se han superado; otras, desgraciadamente, aún
perduran. Juan Valera era un hombre muy culto. En su casa de Madrid, en la
calle de Santo Domingo, celebraba tertulias literarias hasta altas horas de la madrugada
y a las que acudían, entre otros, Menéndez Pelayo, y un sobrino suyo, escultor,
que hizo el monumento que Madrid erigió en su memoria a la entrada del Paseo de
Recoletos, frente a la Biblioteca Nacional. Cabra, su pueblo, también levantó
otro, pero de menor envergadura y calidad que el madrileño. Cosas que pasan.
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