20 de octubre, domingo. Esta mañana, al leer la editorial
del Grupo Iluro, me he encontrado con la sorpresa de una cita de Matisse: “El
color debe ser pensado, soñado e imaginado”. Como cada día me planteaba sobre qué
escribir. Estamos en otoño. Aparecen los oros viejos, los ocres, los cobres,
los... Pero no. Aunque es el tiempo, no.
Me refugio en un pintor que
siempre me fascinó: Monet. Sus colores eran otros. Los azules. Los azules del
cielo de mi pueblo, de Álora - aunque Monet nunca estuvo por aquí y él sí pintó
los azules de su jardín o de su estanque - donde ahora ya no vuelan palomas por
las mañanas. ¿Por qué?
Monet había salido del estudio
del fotógrafo Nadar donde acudía con otros artistas. Se abrían paso sin ser
conscientes de lo que estaban gestando. Nacía el Impresionismo.
Pintaban al aire libre. Los
sueños también nacen al aire libre. En un paseo por el campo; en aquel lugar recóndito
donde nuestras almas recrean lo que a ellas les da la felicidad, aunque sean
conocedoras de que esa felicidad no se va a alcanzar nunca. Saben que está, que
existe y que es esquiva. Nunca podrá asirse para poseerla plenamente.
Los colores de los
impresionistas eras vivos, brillantes, impactantes. No cabía ante ellos la
indiferencia. Se aceptan o se rechazan. Otras veces, se ahogan ante la
imposibilidad de su alcance.
En aquel grupo de pintores –
Courbert, Pissaro, Renoir, Degas, Cézanne…- hay uno que va ser fiel, de
principio a fin, con la nueva corriente: Monet.
Monet idealiza el objeto, el
agua y el reflejo en el agua. ¿Cuál de los tres se impone a los otros? Según su
amigo Cézanne “Monet es solo un ojo, pero ¡qué ojo”! y según Eugène Boudin “una
obstinación extrema por no salirse de la impresión primera, que es la buena”.
Ahora, esta mañana, por puro azar descubro que muchos años después alguien desconocido convaleciente de una operación de apendicitis, Matisse, dice que acaba de descubrir «una especie de paraíso». Es su pintura donde va a afirmar que "El color debe ser pensado, soñado e imaginado".
El color es intangible; el
color se mete dentro. Cada uno lo ve, lo acepta y lo asimila como solo puede interiorizarlo
y ahora pienso en el color de las rosas ajadas de mi amigo Leonardo, en los balandros
de Rittwagen que salvan bañistas en los Baños del Carmen “cuando ya no estábamos
en guerra aquel verano”; en los caserones desvencijados de Jacques Laulheret;
en los bosques que soñamos y en los que no penetraremos nunca… Mastisse,
llevaba razón.
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