domingo, 21 de julio de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La siesta


                                


21 de julio, domingo. Escribo a esa hora en que los pájaros ponen ramas por en medio y se esconden. Se los ha tragado la tierra. ¿Dónde puñetas se meten los pájaros en esas horas de la siesta en que se para el reloj y si no se para, parece que no anda y se queda quieto como esos relojes que coleccionaban los reyes antiguos y reposan sobre tapetes en lo alto de muebles que tuvieron su tiempo y ya no sirven para nada?

Es la hora de la siesta. Es la hora sagrada donde en las tierras del sur está prohibido casi todo menos la música del hombre del telediario que dice que mañana hará más calor que hoy. ¿Más? Sí. La gente del Guadalquivir dicen que están al límite de la resistencia…

En el telediario del mediodía han hecho una exposición de las temperaturas que soportan en esos países que solo existen en el mapa y dicen que Córdoba les ha ganado por la mano. Cuando no teníamos tanta información nos decía que Écija era la sartén de Andalucía. Ahora con los inventos de cacharros para las cocinas a lo peor las sartenes son cosas de cuando el Homo sapins se las andaba por aquí. Algo obsoleto. No lo sé. Me han dicho que allí – y en otros lugares de pelaje parecido no hace calor, no; lo que hace es mala leche; aquí, también.

Escribo a esas horas en que un hombre que llamaban Romanones – por apodo porque no creo que tuviese ningún lazo de parentesco con el famoso conde de la política. – pregonaba por las esquinas que vendía helados de avellanas (una horchata granizada riquísima a la que habría que dar sitio propio en esos libros que se venden con recetas de cocinas y reposterías únicas, pero yo no tengo habilidad para hacerlo.).

Romanones llegaba a esas horas de la siesta cuando más aprieta la calor y zurean las tórtolas en los brocales de los pozos y en las esquinas con una voz que atronaba en el silencio de la hora recorría la calle hasta que llegaba a los oídos del niño que tiraba de la misericordia de la madre para que le comprase un diminuto vasito que luego de consumida la mercancía Romanones lavaba en la misma agua que cubría el fondo de una cubeta cinc. El helado mantenía el frescor en un recipiente recubierto de corcho en el exterior…¡Qué viejo me estoy haciendo, Dios mio…!

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