lunes, 22 de julio de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El pastor

 

 

                           


22 de julio, lunes. Tarde terrorífica de calor. Dice la información de la televisión que andamos  por la segunda temperatura – por arriba – más alta de la Península. Hace el calor propio de la canícula. Es ese calor que va de Virgen a Virgen -del Carmen, a la Virgen de Agosto – que viene cada año pero que olvidamos siempre.

La tarde declina con lentitud. Sube el pastor a la sierra. Lo hace cada día. No sé qué pastos puede encontrar el ganado con lo que está cayendo. ¿Calor? No, no, simplemente, mala leche. El hombre sube a la sierra cada tarde.

Sé que viene porque antes de que comience la sinfonía de cencerros de latón hay otra sinfonía menos poética. Ladran los perros. El pastor tiene tres mastines imponentes. Los perros de la casa son birrias a su vera, pero les hacen frente y les ladran cuando presiente, por el olfato, que cada vez los tienen más cerca. No dura mucho el concierto. Solo el tiempo preciso para que entre ellos se fijen unas lindes ficticias de una posesión irreal. En cuanto pasan, el concierto pierde intensidad y hasta luego, bien entrada la noche cuando regrese no volverá a sentirse la sinfonía inacabada.

Por la noche el termómetro baja algunos grados. Se agradece. El aire parece que calienta un poco menos y uno siente la sensación de que hace menos calor. Dejan de zumbar las chicharras. Algunas son muy constantes y aunque solo se iluminen con el alumbrado de la tenue luz de las estrellas ellas siguen con su concierto monocorde. Los perros del pastor no le hacen caso a las chicharras ni ellas a los perros tampoco. Unos siguen con sus ladridos y las otras con ese aleteo continuo que no cesa, aunque se haya ido el sol.

La noche tiene una luna excelente. He leído que la llaman la luna del ciervo. No sé a qué puede deber el nombre porque la berrea no viene hasta que llega el otoño y aún falta pasar todo este infierno que nos tienen anunciado.

Yo pienso en los rayos de esa luna que entren en el bosque incognito, impenetrable que solo se concede a los privilegiados, entre los que obviamente no estoy yo, y pienso en aquellos rayos de luna de los que nos habló Bécquer. ¿Mira que si alguna vez yo tuviese la suerte de adivinar el interior de ese bosque soñado iluminado por los rayos de una luna de nombre raro y desconocido?

Mientras pienso en todo esto ha bajado el pastor con su acompañamiento inseparable.

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