3 de julio, miércoles. Llevamos
tres días mal contados y la gente habla ya de verano como si tuviésemos llenos
el costal del hastío. Hay quien está harto y esto no ha hecho más que comenzar.
Queda un tirón largo hasta que comencemos a mirar al cielo por si vienen
equivocadas un puñado de nubes desde el Estrecho. Un amigo me decía esta tarde que el servicio
meteorológico, al amanecer anunciaba algo así como una veintena larga de grados,
aunque soportables; para el Depresión del Guadalquivir auguraba en torno a los
40º. Eso ya es mala uva.
Se espera una exhibición de
soles sobre las trilladores que siegan en la campiña los campos de avena, de
cebaba, de girasoles. Es ese sol implacable de julio que viene con nombre
propio y dice que es él que trae todo su poderío dentro y que los coches que
pasan raudos por las autovías ven como una cierta brisa los bambolea.
Los que parecen que se han
perdido sobre la faz de la tierra son los niños. Las vacaciones, las salidas a
puntos lejanos a sus lugares de estancias, a las playas, a donde tengan
programados esos días de asueto que romperá la monotonía. Esos niños como
muchos hombres estarán solos o conocerán a otros niños que, luego, cuando acabe
el verano, quizá ellos no volverán a ver y de vez cuando recordarán aquellos
momentos de felicidad, en el rebalaje de la playa, en la arena ardiente que, de
vez en cuando mojen las olas. O en aquel amor prematuro y fugaz que solo
vivirán en los recuerdo, pero tendrá un sabor muy diferente al de otros
momentos.
A los que no tenemos otra cosa,
el verano traerá al pueblo a otra gente que viene de lugares lejanos de los que
a veces no conocemos ni sus nombres. El
aire hospitalario del pueblo, de parque con gente desconocida a la que se la
hace un hueco y con la que se entabla una amistad que al menos va a durar lo
que tarde en apagarse la luz fulgurante del verano del Sur. Es gente de paso
como nosotros, como otros veranos, que volverán pero ya traerán otra luz.
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