29 de abril, viernes. Las calles de la primitiva
población eran estrechas, empedradas con guijarros del río, de los arroyos
cercanos o simplemente terrizas. Con polvo en la sequedad del verano y barro en
los períodos de lluvias.
En
las tardes de los jueves, que era cuando nos daban vacaciones en la escuela,
los niños nos perdíamos por las calles del pueblo. Era la aventura de descubrir
lo desconocido. Era, también la exploración de aquellos lugares a los que no
íbamos casi nunca sino solo cuando la aventura era sinónimo – que no sabíamos
siquiera si existía la palabra – de libertad.
Al
castillo íbamos con menos frecuencia. El castillo era un lugar sagrado. Entre
sus murallas se encerraba el cementerio y eso a los niños nos imponía un
respeto imponente. A veces, cuando la aventura se pasaba de castaño entonces
nos acercábamos al torreón – un cubo de la muralla – que llamábamos ‘el carnero’. Era un osario común y
donde el espectáculo era dantesco. Eso hacía que por las noches costase
conciliar el sueño y en muchas ocasiones el miedo, en la oscuridad, se
apoderaba de nosotros.
De
todas aquellas calles, la más directa para subir al castillo era la calle
Ancha. Ascendía por los bordes del arroyo Hondo. El Tajo era impresionante y,
al otro lado, se abrían las lomas del Baece que llegaban hasta las faldas del
Monte Redondo.
La
calle Churrete se abría casi en la mediación. Bajaba, de manera precipitada,
hacia el vacío. A ambos lados tenía calzadas y algunas mujeres habían puesto macetas
con flores de geranios. La calle terminaba en el Llano de las Monas donde una
vez unos húngaros hicieron su función de circo. Una cabra se subía por una
escalera y un hombre muy moreno tocaba una trompeta. La mujer del húngaro
vestía con ropas muy raras y pedía unas monedas al final de la representación.
Por
la calle Barranco – se entraba por una calzada – se llegaba a la calle Postigo.
El maestro en la escuela nos dijo una vez que era la calle más antigua del
pueblo y que su nombre aparecía en el Libro del Repartimiento – que no sabíamos
que era – pero que se nos antojaba como algo muy importante. Los niños sabíamos
que los papeles viejos era algo a lo que había que tener mucha consideración y
si encima se juntaban a modo de libro, entonces, más. Los niños sabíamos que
nuestro pueblo era diferente – ¿o igual? – a otros pueblos.
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