Luz, cielo, cal blanca y alguna
nubecilla perdida que va para alguna parte. Corona el Cerro – el Cerro de las
Torres - el Castillo que se apropia de
su nombre, y lo hace suyo “para siembre jamás”. Otea horizontes, avienta los
aires que se llegan – como esta noche – sin avisar y se adentran por los resquicios como quien
llega a lo que es suyo. Sube, baja, dobla las esquinas…
Y ella, una parte de Álora,
ahí, en su sitio. ¿Desde cuándo? Probablemente ha perdido los papeles en ese
amasijo de horas, días, meses, años que llamamos tiempo. Ella es tan vieja que
hasta el tiempo le rinde sus respetos y la deja estar, y mira para otro lado
porque los pueblos viejos, y éste lo es,
le hablan de tú al tiempo.
Hay un chorreo de sombras que
se bajan por la ladera. Son sombras de la tarde, porque aquí el sol se va por
Monte Redondo, y es entonces, cuando las sombras, en esa parte de la
ladera, toman su protagonismo porque
ellas quieren estar también ahí en ese preciso momento y reivindican su momento.
Se chorrea el Barranco, Albaicín
nuestro y blanco, Albaicín de embrujo y ensueño que encierra entre sus paredes
arte y encanto, misterio y llanto por lo que fue y por lo que pudo haber sido y
se quedó en el camino.
Un amasijo de casas se deja
caer como una cascada de cal blanca derramada de la Via Lácta. Unas sobre
otras. Todo es una amalgama, todo es un revoltijo. Se intuyen calles estrechas;
esquinas quebradas; estrecheces, muchas estrecheces – materiales y de las otras – en las que se
entrecruzan y enlazan sus dedos las sombras.
Sobresalen en el azul del cielo
las torres del campanario Iglesia de la Encarnación y de la Vela. Una llamando
a rezos; la otra, a defensa en tiempos en que los hombres – como ahora – no lograron
entre ellos el entendimiento y a todo se pretendió solución con los
enfrentamientos. Restos de un castillo
llave de entrada para otras tierras; bastión de defensa para la propia.
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