7 de
enero.- No llueve. Es tanta la necesidad de agua que la persistencia en los días de sol y de anticiclón se antoja
ya muy pesada. Los trigos tempranos y las habas nacieron bien con las aguas de
otoño. Ahora, piden un rocío que baje del cielo con abundancia. Vamos piden
agua.
El
deseo que el tiempo rompa con la tónica es grande, hasta el punto que no se
intercambia conversación con alguien conocido que no incida en lo mismo: hace
falta que llueva.
Frío, -el
refrán habla de enero heladero y esas coas- pero hace mucho frío al amanecer después de
romper el alba, y antes que apunte el sol. Todo el campo tiene un manto blanco.
Luego, a medida que entra el día se diluye. Parece casi primavera. Paco González
me dice que en los Llanos ya ha tocado algo. Lo cantan las chefleras, las hojas
caladas y una plumaria que tiene en la orilla del río.
Fulgencio
habla de tiempo de helor también en su pueblo, en el Trabuco, - Villanueva del
Trabuco - de chimenea con troncos de
olivo - eso no lo dice Fulgencio- pero
yo que conozco el paño sé que son los mejores para una lumbre espléndida en la
chimenea de la casa.
Me
refugio, ahora que se ha ido el sol, aunque los días son ya un poco más largos,
en la lectura. Me reencuentro con la literatura de Pérez Lozano. He estado con
él con la satisfacción de quien se reencuentra con un viejo amigo. Lo leí, por
primera vez, cuando yo debía andar, poco más o menos, por los dieciocho años.
Ahora ha sido distinto. Dios sigue teniendo un O, y las campanas aún tocan
solas. Ya no tengo susto del búho, que cuando niño, por las noches hacía uuuuhhhh, en las casuarinas que
orillaban la vía del tren. No están ni las casuarinas que para nosotros eran
los pinos de la vía, ni los búhos,
que por las noches, hacían uuuhhhh.
Tampoco está el niño aquel y, Tiberio, probablemente andará confundiendo nubes –donde
las encuentre porque aquí la cosa está difícil - , mientras Las Campanas tocan solas, con el mapa de África. ¿Habrá encontrado la O de Dios?, porque de lo que sí
estoy seguro es de que Dios tiene una O
¡Qué grande era Tiberio, quiero decir,
José María Pérez Lozano!
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