Era una tarde de azul y brisa,
una tarde limpia de invierno sin nubes en el cielo, sin gaviotas sobrevolando,
sin gente en el rebalaje de playa. Una
tarde de silencio y regusto interior. En la lejanía un barco. Un carguero que
va a alguna parte. Juega con el horizonte porque toda la inmensidad es suya.
Esperan los sombrajos en la
arena. Dentro de unos meses vendrá a tostarse la gente y a salarse los cuerpos
con la salina que regala el agua. Dormitan los artilugios que tienen su
utilidad cuando el sol calienta desde antes de asomar por el horizonte.
Dirá el periódico, entonces,
porque será cierto, que por no sé qué
cambios climáticos las temperaturas del agua del mar hacen que proliferen las
medusas. ¿Sabe alguien qué puñetas hacen las medusas en invierno cuando no hay
bañistas y no molestan a nadie? Serán
días de opiniones en las tertulias y la radio recogerá las quejas de mucha
gente.
Las sombras de la tarde han
abierto sus alas. Los edificios hacen que el sol en estos meses cortos levante
antes el vuelo y se vaya de recogida por los montes del otro lado de la bahía
y, ahora, todo sea un hálito corto, muy
corto de vida que dura lo tarda en llegar las luces de la atardecida.
Me acuerdo de chascarrillo. El
turista americano se las anda por las tierras de España. Visita las catedrales
de León, Burgos, Sevilla y la Sagrada Familia de Barcelona. Un cartel, bajo un
teléfono dorado, informa en todas que por diez mil euros se tiene llamada
directa con Dios…. En Málaga, el coste es de un euro. Llama a un monaguillo, le
pregunta al niño, el porqué de la diferencia.
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Muy fácil, usted está en la Ciudad del Paraíso,
esto es Málaga, y aquí la llamada es local.
“Ciudad del paraíso”, la vio Vicente Aleixandre. A veces le vuelve la espalda al mar, pero no a Dios que
baja cuando lo tiene a ganas, como esta tarde, a darse un paseo por el azul de
su cielo…
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