El hombre estaba solo en el
banco de la plaza. El hombre puso un cartón para aislarse del frío del mármol;
estaba posado sobre él. El hombre me
dijo que se había sentado porque había ido a andar y ahora le dolían las
piernas.
Había salido cuando el sol
dorado de la tarde todavía ponía un color de oro viejo a las cumbres de los
cerros. El hombre aún camina con paso ágil y había llegado hasta el parque y,
luego, hasta el final de la calle Carmona. Ahora, cuando el lubricán ya era
todo un manto él aguardaba la hora de volver a su casa.
Este hombre está solo desde
hace unos meses. Esas cosas que pasan. Ahora, me dice, que desde que tiene ‘el botón’, está más tranquilo porque si le pasa algo de
madrugada puede llamar y sabe que le van a responder. Se le entrecorta la voz.
La soledad es mala, muy mala. En la vejez, más. Hay muchos hombres solos cuando
más necesitan la compañía de la persona con quien se compartió la vida. Terciamos
la hoja. No queremos hablar de lo mismo.
Lo conozco. Hablo con él a
veces, pero esta tarde, el destino quiso que se nos cruzaran los caminos. Yo no
tenía pensado acercarme hasta al Fuentarriba, y él estaba deseando encontrase
con alguien con quien echar un ratillo.
Le faltan tres meses para
cumplir noventa y un años. Me cuenta que de joven recorrió el campo vendiendo
radios. Telefunken era el que más se vendía. Valía tres mil pesetas que,
entonces, era un dinero. Las radios funcionan con pilas de petaca. A mí, me
cuenta, Rebollo me daba el diez por ciento de la venta…
A comienzos de los sesenta se
fue a Inglaterra. Estuvo como empleado cuidando caballos para la caza del zorro.
Le daban un mes de vacaciones a primeros
de abril que era cuando terminaban las cacerías… Era entonces cuando yo venía.
Una vez al año…
El hombre estaba solo por fuera.
Dentro tiene muchos recuerdos. Todos están ahí esperando como el arpa de
Bécquer la mano que les indique que es el momento de arrancar las notas
dormidas…
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