El viajero anda por la ciudad.
El viajero tiene concertado un encuentro con gente amiga en uno de los rincones
que hablan de la historia – de su gloria y sus miserias – en una ciudad única,
singular. El viajero sabe que en la calle Albareda se encontrará con gente
entrañable a la hora convenida.
El cielo de Sevilla – el
viajero viste una chaqueta azul y sin una rosa roja en el ojal de la solapa – está gris. Es un gris sucio.
Amenaza lluvia, y a ratos, deja caer un chaparrón estentóreo que hace
que la gente busque cobijo bajo los toldos, al amparo de un portal o en el
interior de un establecimiento.
Se las andan – va al encuentro
en compañía de gente amiga – por la calle Tetuán, esa que dicen que es tan cara
como Serrano en Madrid, Larios en Málaga o la Quinta Avenenida en Nueva York –
por Sierpes, por el Salvador donde una estatua en bronce recuerda a Juan
Martínez Montañés al que se llevó la tremenda epidemia de peste, en 1649; el
autor de Jesús de Pasión, del Cristo de la Clemencia, de… sí, sí, ese, ese.
Se encuentran. Se sientan. Hay
bulla de gente en la calle y poco sitio. La amabilidad del camarero los coloca
en un lugar primero, luego, al revolver la esquina, en otro. Es más amplio, más
desahogado, menos agobiante.
El grupo está sentado en la
Casa de la Viuda. Ocupa el lugar – eso dicen los papeles – del Mesón del Negro.
Entonces, cuando el Mesón, era el siglo XVII. Sevilla ya había dado el paso
atrás. Que si el comercio se había ido a Cádiz por mor de la barra de Sanlúcar
que no dejaba pasar a los barcos de gran tonelaje que en aquel tiempo eran 400
toneladas, en lugar de las 70 del XVI, que si la peste…
Una placa en la fachada lo
recuerda. Cambian los tiempos tanto, tanto, que de aquello una lápida en la pared;
de ahora, un recuerdo, ‘Casa de la Viuda’, para doña Rita García Ruiz, natural
de Ruiloba en la Montaña y como otros que entraron con pie propio en la
Historia de Sevilla; de ahora, unas viandas de calidad excepcional. De la
compañía y el rato, de eso no hablamos, imposible ponerle nombre.
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