Ya están aquí. Ellos también se
van en los meses de invierno. Dicen los que saben de ornitología que desde
otros puntos del continente europeo se bajan hacia las tierras cálidas del sur.
Los nuestros, los nacidos y criados en el sur, como están ahítos del mismo paisaje, cuando
llegan los aires que anuncian otoño, emigran y se marchan al norte de África.
Cuestión de gustos.
Son pajarillos diminutos.
Suelen andar por los lugares con poca arboleda y lucen así mejor su plumaje en
esos vuelos acompasados y rítmicos. Vuelan, sobre todo, cuando son jóvenes en
bandas. Parece que se mueven por impulsos y aunque sus vuelos no son largos a
su paso dejan una estela diferente a cómo vuelan otros pájaros.
Los jilgueros tienen casi toda
la belleza acumulada en la cabeza y en sus alas. Pinceladas rojas, negras y
blancas. Bandera de colores que permite que en algunas regiones su nombre se
cambie por el de ‘colorín’. Pico robusto y terminación puntiaguda. Cuando
arrancan el vuelo despliegan también un amarillo en las plumas de sus alas…
Le gusta a los jilgueros andar
por las campiñas, por los lugares con pocos árboles. No viven en las riberas de
los ríos ni en los arroyos. Son pájaros de espacios abiertos y amigos de los
bordes de los caminos. Sobre los cardos – picotean las semillas – encuentran el
lugar más apropiado para exhibir toda su belleza bamboleados por el viento.
Cada año anidan en el ciprés de
la esquina. El que está en el borde a sol naciente de la alberca. Revolotean los padres por su alrededor en la quincena en
la que los pataletes están en el nido. Lo hacen lo suficientemente alto como
para que no lleguen los gatos.
Me acuerdo de una canción
recogida en el folclore extremeño. “En la torre de la iglesia / hay un nido de jilgueros
/ y el señor cura me ha dicho / que no le toque los huevos” No había más
aclaración. Remitía al silabeo del
estribillo.
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