El hombre tenía la cara surcada por dos hendiduras
profundas curtidas en el sol del estío y en el frío del invierno. El hombre era
de edad madura; ligero de carnes. Estaba pegado a la tierra hasta ser casi
mimético con ella. No se sabía si él era más tierra o si la tierra era más hombre…
El hombre barruntaba los aires. Sabía si corría
levante o poniente; si habría blandura de madrugada para arrancar los garbanzos
o si era de esos días de dejar las gavillas en la haza. Cuando soplaba el aire
de arriba, el hombre sabía que ese día, si estaba nublado, se llevaría las
nubes y no caería ni gota…
El aire de arriba, también, traía frío en febrero y
heladas que arreciaban al amanecer cuando despuntaba el día: “Que es cuando más
frío hace…” y en las siestas de verano el terral hacía que las chicharras
reventaran en ese agitar de sus alas en la desesperación de horas muertas.
El hombre conocía las yerbas: la jara era el
ungüento apropiado cuando los anterrollos hacían ‘matauras’ en las bestias; la miera purgaba a las cabras. Las
trompetitas del diablo reventaba a las vacas; las ovejas se esquilaban en mayo
y que cuando apretaba la calor se
acarraban porque las amodorraban.
Cuando el lubricán apuntaba se le echaba una pastura
a las yuntas que se echaban al campo cuando el lucero del alba brillaba con más
fuerza antes de esconderse por el Monte Redondo. El pan para las sopas se
migaba antes del mediodía cuando se
echaban las sombras entre el cuchillo y la cruz del Hacho.
En los días de otoño había señas que no fallaban casi
nunca: si El Hacho se ponía la mantilla o se echaba la puente, o sonaban ‘los
cañones de Rota’ había que dar
cumplimiento al refrán: el agua estaba encima.
El hombre conocía si de noche los perros ladraban a
otros perros, a los zorros que bajaban de la sierra o si era a alguien que
pasaba por el camino. Sabía cuando venían los vencejos, las golondrinas y los
abejarucos, y cuándo se iban las tórtolas…
Y de la luna, y de todo lo que enseñaba el libro en
el que había leer para saber en el campo.
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