La luna está en cuarto creciente desde el día doce;
llenará, el 20. La luna de las noches de verano tiene un encanto especial.
Parece una luna diferente. Es una luna con esa luz tan fuerte, tan potente, tan
generosa que oscurece a las estrellas en un cielo luminoso.
Arrecia el levante. Sopla con fuerza. Mueve las ramas de los árboles. El levante en la
sierra arranca rumores entre las semillas de las retamas; entre las palmas con
abanicos de cogollos revueltos por la ventolera; entre el pasto seco agostado
por el calor.
Los perros ladran, de madrugada, en la lejanía. No
sé a qué ladran los perros. Los perros ladran a otros perros; se comunican a su
manera. Seguro. Puede que estén atentos a otros bichejos que se mueven
amparados en la oscuridad. No sé. Hay un croar de ranas en la alberca del
vecino y el jazmín es una eclosión de perfume. Pulsea con la dama de noche.
El alba todavía no viene. Una luz inquieta y
tintineante se filtra por entre los pámpanos de la parra. Son horas lentas. Pienso en los amigos lejanos; en los amigos a
los que no veo. Sé que están en alguna parte. Comparten sentimientos semejantes.
Uno quiere un imposible y desea que esos amigos ni falten ni cambien nunca.
Otros, otros amigos, temporalmente han puesto tierra
de por medio; se han ido, aún más lejos. Huyen del infierno del calor. Pasean
junto a la playa. Orillan su camino hortensias reventonas de color. Envían
fotos de maizales peinados por las brisas. Me dicen que allí el sol no
achicharra a las plantas; pasean, por las tardes, con una rebeca ligera sobre
los hombros.
Deprimen las noticias que vienen de otros sitios. La
muerte, de la mano de alguien de difícil catalogación, se ha asomado a la playa
de Niza. La gente fue al paseo junto al mar; buscaba ocio, alegría y fiesta. El
dolor llegó mecanizado, a modo de galope sin control; luego, la tragedia.
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