Están ahí; donde siempre. Se peinan de verde y
plata. Tienen la cabeza llena de pájaros: acuden y se posan en sus ramas. Son
un área de descanso sin peaje. Se ofrecen desde lejos. En el olivo de la hueca,
el que está arriba, conforme se corona el cerro, entre dos piedras grandes, hay
algo especial: hay un nido tardío de tórtolas del terreno.
El nido está en la cruz del olivo. Los olivos saben
mucho de cruces. Ellos hablarían de otra cruz. Son letras hilvanadas de una
crónica donde cuentan que Alguien una noche de luna sudó sangre y pidió un
imposible. No le hicieron caso.
Desde hace unos años las tórtolas turcas son unas
invasoras silenciosas: se ven cuando ya no hay remedio. Son unas tórtolas de
arrullos tontos, (como el discurso
monocorde de un político arribista) que enturbian y contaminan el aire.
Las tórtolas turcas son perniciosas. Se han
apoderado de todo. Poco a poco. Están en
los jardines, en los cipreses, en los bordes de las carreteras. Han desplazado
a las otras, las que iban y venían a África como quien va a tomar café al bar
de la esquina.
Los olivos soportan el solano y levante; el viento frío del invierno y los soles que
achicharran en verano; los olivos agradecen los aguaceros y la lluvia que
vienen de la mano del temporal. Los
olivos son árboles que sufren en silencio. Sufren el hacha del cabrero; la vara
del aceitunero; el ordeño…
Ya están llenas sus ramas de frutos nuevos. Son
cuentas de un rosario de ilusiones. Las dobla el peso. Son varas que hacen reverencias. El refranero dice que “una en san
Juan, ciento en Navidad”. La trama dejó las flores; se abrió paso el cuaje;
llegó el fruto nuevo y ahí está la
aceituna en la espera de la maduración que les va a dar el tiempo.
Serán aceitunas de molino sangradas por la piedra.
Los olivos seguirán ahí. Sin pichones en el nido, sin renuevos. El viento
década mañana dirá que, como siempre, se seguirán peinando de verdes y plata…
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