miércoles, 13 de julio de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Cela

“Un libro y toda la soledad”, así titula la Biblioteca Nacional de España la exposición que conmemora el centenario del nacimiento de Camilo José Cela. La muestra se exhibe en tres salas, en los bajos, y es una esencia de la obra de uno de los grandes de la literatura española del siglo XX.

Quizá, y sin quizá, con La familia de Pascual Duarte, habría sido válido el billete para entrar, con pie propio en la historia de las letras de España, del siglo pasado. Vinieron, además, otras: La Colmena, El Viaje a la Alcarria, La Mazurca para dos muertos… No es cuestión de estar en el examen de literatura en la Reválida de Cuarto; no. No es eso.

La muestra recoge – además de infancia y juventud – al Cela viajero, novelista, promotor de cultura, bohemio y malhumorado; al hombre de mirada de “dies irae”, que supo vivir como censor y crear, años después, Los papeles de Son Armadans para congraciarse – y rescatar – a la intelectualidad del exilio. Dicen que Cela no daba puntada en falso. ¡Ay, las lenguas!

Delicioso, el comienzo del Viaje a la Alcarria. Ese Madrid que duerme al amanecer en un día de finales de primavera; las persianas bajadas; los primeros tranvías porque todavía no funciona el metro...

Tierno en ese beso al hijo pequeño que duerme sosegadamente y el reconocimiento a la mujer que le prepara el café de partida muchos años antes que se hiciese añicos aquel hermoso cristal.

No anduvo solo por las tierras de Guadalajara. Con él fueron Conchita Stichaner y el fotógrafo austríaco Carlos Wlasak. En la exposición se recogen testimonios gráficos de gente de aquel tiempo; del polvo del camino; de la peculiaridad de una España en blanco y negro.

Duras La Colmena – la censura no la dejó salir en 1955 y tuvo que publicarse en Buenos Aires - y La Familia de Pascual Duarte, pícara y realista. Es una España que duele; demasiado. A veces le volvemos la espalda. No queremos asumir esa realidad.


Salgo a la luz de Madrid cuando las sombras no rompen la verticalidad. El cielo está azul, limpio. La brisa mueve las copas de los árboles y en frente, un poco más abajo, el Café Gijón que ni es el que era, ni habla de cuántos pasaron por sus veladores con más talento que dinero.

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