“Un libro y toda la soledad”, así titula la
Biblioteca Nacional de España la exposición que conmemora el centenario del
nacimiento de Camilo José Cela. La muestra se exhibe en tres salas, en los
bajos, y es una esencia de la obra de uno de los grandes de la literatura española
del siglo XX.
Quizá, y sin quizá, con La familia de Pascual Duarte, habría sido válido el billete para
entrar, con pie propio en la historia de las letras de España, del siglo
pasado. Vinieron, además, otras: La
Colmena, El Viaje a la Alcarria, La Mazurca para dos muertos… No es cuestión
de estar en el examen de literatura en la Reválida de Cuarto; no. No es eso.
La muestra recoge – además de infancia y juventud –
al Cela viajero, novelista, promotor de cultura, bohemio y malhumorado; al hombre
de mirada de “dies irae”, que supo
vivir como censor y crear, años después, Los
papeles de Son Armadans para congraciarse – y rescatar – a la
intelectualidad del exilio. Dicen que Cela no daba puntada en falso. ¡Ay, las
lenguas!
Delicioso, el comienzo del Viaje a la Alcarria. Ese
Madrid que duerme al amanecer en un día de finales de primavera; las persianas
bajadas; los primeros tranvías porque todavía no funciona el metro...
Tierno en ese beso al hijo pequeño que duerme
sosegadamente y el reconocimiento a la mujer que le prepara el café de partida
muchos años antes que se hiciese añicos aquel hermoso cristal.
No anduvo solo por las tierras de Guadalajara. Con
él fueron Conchita Stichaner y el fotógrafo austríaco Carlos Wlasak. En la
exposición se recogen testimonios gráficos de gente de aquel tiempo; del polvo
del camino; de la peculiaridad de una España en blanco y negro.
Duras La
Colmena – la censura no la dejó salir en 1955 y tuvo que publicarse en
Buenos Aires - y La Familia de Pascual
Duarte, pícara y realista. Es una España que duele; demasiado. A veces le
volvemos la espalda. No queremos asumir esa realidad.
Salgo a la luz de Madrid cuando las sombras no
rompen la verticalidad. El cielo está azul, limpio. La brisa mueve las copas de
los árboles y en frente, un poco más abajo, el Café Gijón que ni es el que era,
ni habla de cuántos pasaron por sus veladores con más talento que dinero.
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