Cae la
tarde. Paseo por la ciudad. He bajado, hacia el mar, por calle Larios; giro por
Sancha de Lara - ha quedado muy bien el
arreglo peatonal del entorno de la catedral -. Se encienden las primeras luces;
se pierden las gaviotas en vuelos acompasados con un leve aleteo de alas
puntiagudas por ese pedazo de cielo que se ve desde la calle.
Hay gente.
Hay mucha gente. Va y viene. Pasean. Yo, también. Por Molina Lario llego hasta
la Plaza del Siglo. Sobran bares de diseño. Me viene a la mente: “Málaga ciudad
bravía, con más de cien tabernas y una sola librería”. La gente bebe. Han
invadido la calle. El suelo está ahíto de cera.
Una pareja
joven está sentada en un escalón. Obviamente, turistas. Están de visita. Él
tiene, entre sus manos, una guía con pastas azules de la ciudad. Un dedo, casi
en la mediación, sirve de separador de la página donde está lo que buscan.
Tienen cara de cansados. Reposan la espalda sobre una puerta de madera. Una de
las pocas puertas de madera artística que perviven en la zona.
Callejeo. Me
adentro por la calle que Málaga dedicó a Denis Belgrano. Hay balcones con
geranios florecidos. El pintor costumbrista seguidor de Fortuny estaría
orgulloso de tanto colorido. Una lápida de mármol blanco dice dónde tuvo su
estudio.
Sigo camino
por calle Granada. A la derecha se abre la calle San José. Es estrecha. Casi se tocan las fachadas.
Busco, por la Plaza de la Judería, Alcazabilla. No está encendida la
iluminación de la Alcazaba. Málaga no ha agradecido bastante a don Juan
Temboury la labor de recuperación del monumento.
Me abro paso
entre la invasión de mesas que ha hecho de la calle - a ambos lados - esa bodega
de moda ahora en Málaga. Una señora le indica a otras dos compañeras que
también pasean con ella, dónde ‘vive’ Antonio Banderas.
Por un momento
tengo la tentación de preguntarles si saben que es lo que tiene a sus espaldas.
Desisto. Ibn Gabirol sigue en su sitio; la higuera, recalzada con piedras, en
el Postigo de San Agustín está llena de rebrotes tiernos…
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