El cielo se pone de color de panza de burra sobre
Recoletos. ¿Nevará? Corre algo de brisa; hace frío. No es agradable estar en la
intemperie de la calle. Se mueven las ramas desnudas de los árboles.
Se cruza una puerta abierta en una baranda de hierro;
se sube por una escalinata de piedra. Los escalones están desgatados por el
uso. Elevan al visitante un poco por encima del nivel de la calle; en la calle
hay mucho ruido, demasiado.
El edificio es de piedra; soberbio. Casi en lo más
alto de la escalera como escoltas, reciben dos estatuas, de piedra: Alfonso X,
el Sabio, y San Isidoro. Junto a la
puerta, en segundo plano: Antonio de Nebrija, Luis Vives, Lope de Vega y
Cervantes. Once medallones, en la pared recuerdan al Padre Mariana, Fray Luis
de León, Quevedo, Calderón, Garcilaso, Diego Hurtado de Mendoza, Santa Teresa,
Tirso de Molina…
Se pasa un control; te ponen una pegatina. Dice:
“Lector”. La pegatina tiene el color que toca a ese día; luego, otro. Ahora es
un detector; después, otro. Ahí te miran los papeles y…, lo dejas todo en una conserjería…
Don Marcelino, - don Marcelino Menéndez Pelayo - el primer director, de la Biblioteca
Nacional que es donde estamos lo ve todo desde la piedra. Está sentado; tiene
la postura de alguien que lee y lee mucho. En la pared un recuerdo a los
funcionarios que salvaron el patrimonio durante la barbarie incivil.
En un mostrador – se puede llevar seleccionado de
casa el material con que se va a trabajar, para ganar tiempo – recogen el carné (te lo
devuelven cuando entregas los depósitos solicitados), te asignan pupitre y en
la Sala General aguardas…
La Biblioteca Nacional tiene varias salas. Depende
de lo que andes investigando. Estás en el Sancta Sanctorum de la Cultura (con
mayúsculas, por favor). Más de treinta y dos millones de depósitos esperan a un
potencial investigador. Como se quedó pequeño el edificio de Recoletos se
habilitó otro en Alcalá…
En cualquier pasillo; en cualquiera de las Salas, en
toda la Casa (también, también con mayúscula) impera el trabajo; el silencio. Hay algo así
como recogimiento. Uno se sobrecoge; uno observa y para sus adentros piensa:
¡Dios mío, qué suerte tengo!
Hace muchos años - en quinto de Bachillerato - hicimos una excursión a Madrid de seis días. “Viaje de estudios”, en donde no faltó la visita a la Biblioteca Nacional. Como todos los años el viaje, fue preparado durante el curso con gran ilusión, pues era la excusa para la risa y el cachondeo. Ese día, lo único que recuerdo del “Sancta Santorum del saber” - en donde la profesora de literatura habló durante horas - es la fotografía que – ya amarilla – me hicieron, mientras hacía cosquillas en el pie, a la estatua de San Isidoro en su pedestal. A los quince años, todo es jolgorio Pepe...
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