La mañana se ha vestido de luz y rocío. La mañana
abrió con un cielo azul limpio, puro, como si fuese un cielo de cristal que
puede romperse con que solo le dé el aire. Los pájaros están en sus cosas. Ya
rebrotan los granados del camino. Tienen hojas nuevas los ciruelos.
Ha pasado un cabrero lleva un hato de cabras:
negras, coloradas, floridas; una cabra con lunares blancos sobre el cuerpo
negro; otra, el pelo cano. Lleva en la piara varias cabras mochas y unas chivas
preciosas, rubias de pelo liso y brillante.
Una banda de verderones juega a desayunarse entre la
yerba. Algunos ya vuelan en pareja; otros, todavía, andan con esos juegos de
enamorados que saben cercana la primavera. Cuando yo he llegado los pajarillos
levantaron, asustados, el vuelo.
Se ronronean los gatos. Buscan algo de comida, algo
de compañía o a lo mejor se acercan para dejar constancia de su presencia. Tito
Livio es de color gris perla; Agripina, de pelo negro. Tito Livio tiene los
ojos de ámbar cuajado; Agripina es más arisca. Le gusta andar por el caballete
del corral.
Las palomas salieron temprano por los tres orificios
del palomar. Primero un vuelo largo; luego, volvieron al alero del tejado.
Toman el sol sobre un murete de tejas que parte el tejado a dos aguas. Dentro
de un rato se irán a los cerros de enfrente. Las palomas se buscan la vida en
el campo y picotean aquí y allí.
El cuello se les vuelve tornasolado con los rayos de
sol. Brilla de una manera especial. Las palomas, en tiempo de calor, sestean bajo las arcadas del puente.
Es un espectáculo verlas cómo bajan en barrena y deciden su sitio para gozar de
las corrientes de aire que soplan por el arroyo.
Avanza la mañana; suben las claridades. Se filtra el
sol por entre las ramas de los árboles. Por el camino pasan dos perros. ¿A
dónde irán esos perros? Son perros sin dueños, perros perdidos, perros
abandonados por corazones sin sangre.
Llega el panadero; toca insistente el claxon de la
furgoneta. Acuden las vecinas; es una mañana cualquiera.
Mi padre – como todos los humanos - era un ser humano muy contradictorio. La parte superior de la casa en la Gavia, estaba ocupado por un enorme palomar con salidas al este y al oeste. Tenia las palomas por tenerlas, pues nunca las vendía, jamás comimos ninguna y solo le causaban problemas en épocas de caza, cuando los cazadores se apostaban para cazarlas. Cada primavera criaban y nos despertaban los arrullos de los machos, por el celo... Cuando por la tarde volvían, la bandada era de centenares. Verlas volar era, el único pago que obtenía mi padre...
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