El Hacho se coronó con nubes de color de caldo de habas.
Eran nubes negras y feas. Hacía bochorno. Se echó el aire; hacía calor, mucho
calor y tronó. Al principio truenos lejanos como esos galopes que vienen de no
se sabe de dónde pero que resuenan; después, se vinieron más cerca.
Entra junio el que anuncia que agua en San Juan quita:
“aceite, vino y pan”, el de la noche de hogueras y fuego mítico, el del príncipe
aquel que cantaba una canción – solo a quien conmigo va- una mañanita a la
orilla de la mar. Era una canción triste que presagiaba algo que no era bueno.
Junio el de las noches en la era. Eran noches estrelladas.
Las estrellas, tan lejanas siempre parecían tan cerca que casi estaban al
alcance de la mano. Luego, bajo la manta, nos rendía el sueño y el frío de la
madrugada.
Sonaban las cencerras de las bestias en los rastrojos. Eran
sonidos de latones roncos. Sonaban unos más próximos; otros, lejanos; ladraban
los perros. Los hombres esperaban la venida del día para seguir trillando. El morero iba por agua
al pozo.
La cobra de yeguas estaba lustrosa. La yegua más vieja
trillaba a la mano; las más nuevas, por fuera. Se terminaba la parva. Los
hombres aventaban cuando venía la marea. Se acababa el reposo para todos:
hombres, biergos, escobas de rama y
palas A un lado la paja; las granzas, al otro; a los costales, el grano…
Ha pasado mucho tiempo. Está la tarde con barrunto de
tormenta. Escribo y me pregunto como se preguntaba el poeta “¿Por qué vendrá la
marea / ahora cuando ya no hay parva / que aventar sobre la era”.
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