Por las colinas de enfrente,
cada tarde, cada tarde bajaban las
sombras, y luego la noche, y luego algunas estrellas en el cielo y un
manto sobre los cerros y los páramos… y la soledad. Tanta – once años - que
hasta pudo volverla medio loca.
El río Arlés confluye con el arroyo del Valle. Van camino
del Tajo. Toda La Alcarria es un zumbido de abejas libando en las flores, en el
romero, en las plantas que solo se dan en esas sierras y confiere a su miel un
sabor especial; único, diferente.
La encerraron en Pastrana. Por el balcón veía la plaza. ¿Lo
del ojo tapado era por coquetería femenina que jugaba al despiste? ¿Era tuerta
de verdad? ¿Bizca? Las pinturas de la
época dicen que era bonita, hermosa, guapa, elegante y fina como un coral. Era
una mujer como no eran otras mujeres.
Era una mujer de quitar uno y dos y tres y todos los
sentidos. Había tenido diez hijos y
conservaba una cintura de ninfa. Su tez
blanquecina como era moda en aquellos tiempos – en otros, también – pero en
aquellos suponía garantía de ser mujer por encima de muchas otras.
De ideas más largas de las permitidas para algunas cosas.
¿Celos? ¿Espionaje? ¿Infidelidad? ¿Venganza? Mala leche tenía el que la encerró
para eso y para más y, encima, era tímido. ¿Qué más se puede pedir? Demasiados
interrogantes; respuestas, ninguna.
Desde detrás de las rejas de su propio palacio veía cómo
jugaban los niños en la Plaza de la Hora. Rejas en las puertas y ventanas. Enormes.
Como el silencio tupido que le ha echado encima la Historia. Sonaban a todas
horas los caños de la fuente; caían
sobre el pilar. Era agua clara; no era agua ni mansa ni serena.
Para colmo de sus males, enfrentada a una mujer de mucho
tronío: Teresa de Jesús. Pongamos que hoy va de doña Ana de Mendoza y de la
Cerda, para la Historia, Princesa de Éboli.
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