Las tardes que presagian tormentas se echan un mantoncillo
especial sobre sus hombros. Todo el campo parece erizado como quien espera que
pase algo que no llega pero que puede pasar. Las tormentas de primavera vienen
con granizo, con goterones fuertes, con vientos racheados… No sé dónde se han
metido esta tarde los pájaros.
Hace un rato las golondrinas estaban en una regata de nubes
y vientos. Arrancaban y se frenaban en seco. Un mirlo voló como vuelan los
mirlos con un vuelo corto y desconfiado y se posó unos metros solo un poco más
lejos; no había tórtolas arrullando en los álamos del río.
El viento agita las copas de los árboles. Se bambolean los cipreses
y las cañas del borde de la acequia
entonan un rumor sordo que va y viene. Todas las hojas de los chopos son un
tintineo permanente.
Ha pasado un tren. Es un tren de los que cubren la media
distancia de Málaga a Sevilla. Cuando el tren llegue a la orilla del Guadalquivir
ya estará soñando la Giralda con las
carretas que se fueron por la orilla del río camino de la Marisma. Las carretas
que no son las que cantaba Juan Ramón estarán acurrucadas en las sombras de la
noche.
Cuando el tren llegue a Sevilla estarán a dormivelas las
jacarandás. Esperan un nuevo día y pondrán de lila el cielo y, dentro de un
rato podrían tocar a maitines, como lo hacían en otro tiempo, las campanas de
los conventos.
La radio del coche me trae al suelo. Se debate entre la vida
y la muerte la muchacha turca que quería ser cantante. Cada año, dice la voz
del locutor, en Turquía mueren sobre trescientas mujeres por culpa de la
violencia machista; este año, ya se acerca a las cien. ¡Dios mío qué fácil es
matar a los ruiseñores!
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