En las casas del campo no había luz eléctrica – ni otras
muchas cosas, claro – un quinqué de petróleo, un candil con aceite que
alimentaba una torcía de algodón o cáñamo y, si era invierno, una buena candela
con leña de la hacina: leña menuda y leña recia.
La luz, la precaria luz de los artilugios tan precarios
alargaban las sombras, daban aspectos a las figuras de las personas, como si
fuesen una obra de El Greco en blanco y negro aunque ninguno de nosotros sabíamos
ni de su existencia ni, por supuesto, quién pudiese ser ese Señor
Los ratones y otros bichejos de la noche campaban a sus
anchas. Los gatos eran, además de sus enemigos naturales, los guardianes de la
casa contra los elementos (elementos en sentido peyorativo) que roían los sacos
de arpillera, los aparejos de las bestias, los cordelillos de las cinchas, el
grano de las trojes…, y todo lo que viniese bien en sus correrías.
La gatera era dos formas: circular o cuadrada. La que había
en casa de mi abuela, y dejaba entrar a los gatos al granero era redonda como
una luna llena pero sin luz, como el brocal del pozo al que teníamos prohibido
acercarnos o como el círculo de la era en la que el rulo trituraba la mies para
hacerla paja o granza.
Las gateras tenían siempre un misterio especial. Daban a un
más allá al que los niños no nos gustaba ir por mor de ese miedo que tienen
todos los niños a la oscuridad y a la noche y porque se hacían más penetrantes,
más agudos y más largos los aullidos tristes de los autillos.
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