En una oquedad del puente del arroyo del Sabinal que pasa
bajo la vía del tren este año, como todos los años, han vuelto a anidar las
lavanderas. Son pajarillos preciosos; derrochan belleza y colorido. Cuando paso miro de soslayo porque no quiero
espantarlas y sientan miedo. Las veo echadas en su nido; esperan que pase el
tiempo.
Una pareja de carboneros, los ‘pajaritos del agua’, han sacado
una camada de cuatro pollitos. Están aún con los pelillos del diablo. Su casa
es un nido pequeñito y caliente en un cruce de ramas en un limonero, casi en el
borde del camino, junto al vallado de los granados. Cumplen su ciclo mirlos,
jilgueros, chamines, tórtolas… El campo es una sinfonía de canto y colorido.
Por febrero volvieron las golondrinas; las de Bécquer y las
otras. Las de Bécquer siguen con el vuelo refrenado en los cristales y extasiadas
en la hermosura que cantaba el poeta de Sevilla se escapan de los libros de
hojas ajadas; las otras han colgado sus nidos en los rincones del cobertizo y
el primer vuelo de pataletes se señorean en los cables del tendido eléctrico.
Casi se quedan sin agua los regatos. Han entrado en estiaje
los arroyos y en los pocos charcos buscan el oxígeno los pececillos que
nacieron en el desove de hace unos días. Son peces que entraron por un camino
que al igual no debieron tomar pero ya hay poco arreglo. En sus orillas
florecen las adelfas.
Amarillean los trigos; sobresalen como banderines rojos las
amapolas que ponen los hincos a su antojo en medio de la granazón que espera
siega primero; la era, después. Es, sencillamente, una parte de la vida.
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