Madrid de tormentas isidriles eran vientos huracanados que
movían con fuerza las ramas de los plátanos de las aceras; de rayos en un cielo
más lejano, mucho más lejano que la tierra y que sobrevolaba por los edificios
muy altos de la calle, de una calle cualquiera, de un barrio cualquiera.
Madrid era la ausencia del afecto porque vamos llenando el
vacío de cruces y no se acaba todo cuando todo se acaba porque quedan rescoldos
en la memoria. Eran cruces de silencio; cruces que esperan y están ahí. Todo
era vacío y ausencia. Era una tarde que presagiaba que en cualquier momento
podría romper la tormenta.
Madrid era un conjuro de gente de las letras por los que uno
sentía algo, algo diferente, y de una u otra manera, aparecían: Valle-Inclán y
don Pío y Bécquer y Valera y don Gregorio Marañón y todas esas placas que dicen
que aquí vivió, o nació o murió… Y están ahí en las fachadas, algunas cubiertas
de polvo, a la espera de algún caminante que se pare y las mire y las lea.
Madrid era aquella tarde otro Madrid con cara de niños que
salen de la escuela y de trenes con gente que llegaban desde una España
arrastrojada - ¿Granja de Torrehermosa, por ejemplo? - en el final de la primavera.
Todos iban con prisa. Todos corrían
cuando se acercaban al metro. Los autobuses pasaban con los luminosos
encendidos y anunciaban el comienzo y el final del trayecto.
Acaba de irse Santiago Castelo. Él – desde ahora, recuerdo -
había escrito que solo vivir vale la
pena. Madrid era soledad en medio del gentío. Las gentes van, vienen ¿alguna
vez llegan? Madrid, desde la ventana era ausencia de casi todo; demasiada
ausencia…
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